jueves, 27 de noviembre de 2014

Desolation Road



Al filo de esta sucesión de segundos sin tiempo 

despierto en medio de un aullido 

profundo para deshilachar rocas 

como polvo en nevada 

reclamo palabras de consuelo o calma 

entre las raíces profundas del silencio 

y escapo cual gusano de la mansa calma 

y al abrir los ojos 

como el crepúsculo caigo sin oponer resistencia 

en el simulacro permanente del ahora 

y sus olas 

tras los cristales miro mi estatura 

como quien gravita en otoño 

y en torno al verdugo afilo la cuchilla 

que beberá mi sangre de un trago 

lo sé, escurro la sed de mi garganta 

incluso de mis orejas sacudo las penas 

larvas de cangrejo que me acompañan 

y calan profundos agujeros 

en el maderamen de la baca que llaman alma 

  

Inexorablemente veo caer las gotas del presente 

como peregrinos albatros a mis costados 

como rocío en el asfalto sus plumas me acarician 

días repetidos en la ventana como lágrimas 

coágulos de memoria, islas de condenación 

pretéritas jugarretas del olvido desolado 


la resignación es un punto aparte 

que huele a madriguera de elefantes

rastrojos solidarios del desconsuelo

floración puberal del eden

manchas en el tapete cósmico 
a libro cerrado


saboreo un poco de aguardiente y sal 

sortilegio de vagabundo en verano mientras 

presiento que en el tapizado celeste 

aquel beozar esconde la noche 
otra vez los segundos

uno tras otro como negras rocas volcánicas 

se decantan sobre mis sienes abisales 

llegan al mar de mis delirios
y entre sargazos 

maraña de dédalos  

rinden armas y escudos sin luchar 


el esplendor de la seducción de la luz 

intenta naufragar en este páramo 

mientras calafateo los recodos de mi psique  

hambrienta
recónditos oscuros claros de la desesperación 

donde escondo garabatos licenciosos  

un par de versos 

los recuerdos del ayer perfumados
aquella infancia y aquellos suelos
que entre montañas

escurren el frío 
así saboreo el viento mientras brindo 

delicados estertores agónicos de animal en celo 

aúllo sin freno a una estrella 

frente al vórtice de mis pupilas 
me detengo  entre sorbos

gravito en torno al horizonte de sucesos 

velocidad y congelamiento a toda máquina 

vapores yacentes cual osamentas de teatro 

que estimula al vómito de soles y galaxias 
en una copa

inhaladas profundas  

aspiraciones perdidas frente al televisor 

no puedo esperar 

en mi mente el conflicto se arremolina 

las demandadas agendas del bienestar

son una ofensa más desde los púlpitos del palabreo 

las insatisfacciones repollan con el tiempo 

maná al filo de aquel infierno 

donde la exuberancia un día respiró 

como aquel vergel anclado a la costa 

donde ya no quedan ni las sobras de las sombras 

paralelas rieles oxidadas 

más de olvido y desuso, que a causa del terco salitre 

duermen incansables sobre pilares 

los fantasmas de la prosperidad 
en rigor mortis

mientras resisten el embate de las olas 

son tildes en el océano 

lastiman mis ojos de mar 

en especial cuando la tarde tiende a cobre 

y de paso se oxida el universo 

antes de que caiga con su peso la noche 

como brea y perfume el alma mía
al filo del infierno.

viernes, 24 de octubre de 2014

Fátima y el amanecer*



Lentamente la mañana va tendiendo su manto a través de las cortinas. Como un sigiloso ladrón ingresa, en puntillas, por la habitación, el ahora y su naciente luminosidad, intentando envolverlo todo a su paso, husmeando, milímetro a milímetro, en su avance, los muebles, las alfombras, los cuadros, las paredes y el piso donde se entrelazan las ropas que hasta hace unas horas cubrían las pieles que se fundieron, amaron y hoy descansan en la tibieza apacible de esta cama que nos abraza y nos mantiene unidos como en un raro milagro que se ha hecho realidad.
La claridad de afuera penetra por los ventanales silenciosamente, filtrándose e inundando con su halo esta habitación, de la cual no quiero salir nunca, en la cual quiero permanecer por siempre, ser eterno, sin tan siquiera saber cómo conseguirlo.
Con la modorra aún en el cuerpo que a medias sale del sueño, recuerdo aquella historia que me apasionó las pupilas cuando comía, uno tras otro, libros y libros.
Que no diera por ser esta mañana el enamorado, jefe de una naviera, que desde su camarote, o desde este cuarto, pudiera tomar las riendas de esta historia hasta el fin de los tiempos junto a su imposible amada a la cual ahora tiene a su lado; y más hoy que nunca, ya que estoy dispuesto a negociar hasta con el mismo diablo en persona para que aquí se declare una cuarentena eterna, por la causa que fuese, y de este modo, nada ni nadie pueda osar llegar a nosotros, e interrumpir este amanecer que sabe a gloria y que para mi egoísta forma de amarla sería el paraíso de toda una vida en común.
Pero hay que aceptarlo, es demasiado temprano como para andar queriendo cambiar el curso de una historia, y más cuando de sobra sé que no soy sino un invitado que llegó tarde y sin ser esperado, es más, sin constar en la apretada agenda a una vida que no sabía nada de mí y de todas las complicaciones que a mi espalda y con mi presencia acarrearía.
Además las cosas son como son y hay que saber tomárselas como se vienen. Así es la vida, esta rara y dichosa agonía, tan común en este tiempo, y que está regida, por lo regular, por una inagotable suerte de conspiraciones de un cosmos perverso que se empeña en unir, atar, desatar, apretar las gargantas, templar los amores y los odios, las resignaciones de todos, o que simplemente nos manda de viaje al carajo, o nos impone un pastoso sedentarismo; sazonado todo, claro está, con la infaltable sal de la rutina, la acidez de la roña y las especerías sosas y baratas de la mea culpa,  por causa de las que, fácilmente, pierden la cordura y el buen sentido, hasta los más hábiles y versados conocedores de los derroteros más seguros para transitar por esta tierra de nadie, o de muy pocos dueños. Pero eso sí, poblada de buenos y malos ratos, como un largo rosario sin fin o principio previsible.
La verdad, por muy crudo e insoportable que fuese, la vida no deja de ser sino esto, así duela como un garrotazo detrás de las orejas a quien fuese el dichoso y agraciado ganador a quien le toque en suerte el esperado o inesperado golpe.
Sea como sea, soñar no cuesta nada, y a fin de cuentas, por algo ella está aquí, a mi lado, y soy, a no dudarlo, el ser humano más dichoso de este planeta y sus alrededores, este amanecer junto a Fátima, en el cual, ahora puedo sonreír de alegría, aun cuando ella, por dormir, no me vea, ni se entere nunca.
Desde esta posición en la cama, posición digo, ya que no puedo asumir, tan siquiera, como mío un lado de la misma, por cuanto sería atrevido pretender que yo poseo algo aquí, y menos aún, un lado en la cama, contemplo en silencio la lenta pero inexorable progresión de la mañana, observo, sin poder hacer otra cosa sino resignarme, como el día con su fatalidad gana terreno sin mayores esfuerzos en la habitación de esta, su casa de playa, lugar reservado y distante a muchas miradas inquisidoras, y donde decidimos refugiarnos, la noche de anoche, la primera y quizá última, que por una suerte del azar misterioso dispusimos para nosotros cuando, Marcos, su marido, repentinamente debido salir de la ciudad a finiquitar un muy importante y rentable negocio para una de sus empresas, y no consiguió, por nada del mundo, un espacio para su mujer en el vuelo de la tarde.
Sobre el televisor, un pequeño radio anuncia en silencio, con una titilante lucecita roja, la hora, faltaban algo más de quince minutos para que den las siete de la mañana; yo apenas distingo los números forzando la mirada aún vestida de sueño y carente de los inseparables anteojos que me permiten dar forma a esas gelatinosas y escurridizas figuras que, todos los días, se empecinan en andar conmigo, o sin mí, vestidas de mil colores.
A mi lado, Fátima duerme tranquila, recuperándose de la agitación del día anterior, cargando energías para librar sus cotidianas batallas, a las que asiste armada de su inagotable buen humor, su hermosa sonrisa de hada y su coquetería ingenua que, a decir de ella se le escapa sin tan siquiera percatarse, o sin poder controlarla, pero en verdad que importancia tiene eso, así es ella, y así es como me flechó, no un emplumado muchachito con el culito al aire, sino ella y su todo: su mirada que hurga en mi alma, sus labios que reconfortan mi sed eterna, sus celos alocados que me hacen sentir querido e importante, sus locuras que me hablan de amor y entrega, y sobre todo de esta, su particular, manera de quererme.
Esta mujer que hoy duerme a mi lado, y de la que no quiero despegar mis pupilas ni por un breve segundo, se ha convertido en una especie de bálsamo que me ha tranquilizado y ha vuelto a poner mis pies sobre el planeta, por ella he cambiado libre y voluntariamente el rutinario y constante ir y venir de cama en cama, que me había ya casi hecho famoso en algunos ambientes, por una dulce y tormentosa monogamia, adicta y fiel únicamente a su cintura, al dulce sabor de su sexo cuando es mi boca quien lo besa, a sus pechos, gemelos helados de coco coronados por esos pezones de pasas-fresas siempre tiernas y apetitosas, por los cuales pierdo el juicio y el control fácilmente.
Hay, si esta mujer que aquí me tiene cautivo y sin ataduras supiera, aunque sea de oídas, todo cuanto la adoro, creo que hasta se asustaría y me recomendaría mesura, prudencia, que vaya con tino, me diría, ya que eso de querer alocadamente es peligroso. Que a lo mejor lo mío no es más que una loca pasión y que es algo peregrino, que ya veré como se te pasa, como me canso de esto y un día la dejaré, y no volveré a saber de ella, nunca más, de seguro me pediría que la quiera menos, como si eso fuera posible.
Si supiera ella que la amo con el amor del bueno, que en mí las acaloradas pasiones son distintas, muy carnales y no duran ni cuarto de hora, pero es mejor dejar las cosas así, las lastimaduras no pagan cuando salen de su boca, siempre tan sincera, siempre tan amargas.
Yo la contemplo absorto. Acariciándola con mi mirada. Intentando abracarla toda. Integra totalidad, sumatoria de las partes que mi boca quiere poseer, que mi lengua degustar, que mis manos ya no resisten tantear, sentir, amar, todas las noches de miel, con o sin luna, todos los días de sol, lluvia, paz o guerra.
Quiero conservarte por siempre mi amor, mirarte dormir, ir o venir, ser tu puerto de embarque y tu destino a la hora del arribo, de la llegada, sí, eso quiero, ser el constante abrazo que esperas al llegar de tus interminables viajes por este planeta, al que conoces como la palma de tu mano.
Si tan solo supieses que quiero ser ese por quien debes desesperar cuando te ausentas de casa y suena el teléfono en la mañana, ese a quien llamas, desde la habitación de un hotel, desde la carretera o desde una calle cualquiera y cuentes sonriente todo lo que en tu mundo pasa para que así no me preocupe y viva o duerma tranquilo.
Cómo negártelo que quisiera ser aquel indispensable ser que podría estar, a tu vida, tan atado, tan en todo, tan de ti, como el mar azul que baña esa larga playa de arenas blancas frente a estas ventanas.
Ya casi debes estar al filo de despertar para iniciar tu día, mi cielo, y pensar que es mucho lo que te espera allá afuera, pues sé que hoy te reunirás con unos socios tuyos para poner en marcha un proyecto del cual no me has dado sino ligeros detalles, como quien tiene miedo de contármelo todo pues, como dices, si lo cuentas no se te hacen realidad los sueños. Me lo has dicho tantas veces con esa sonrisa que es mejor que cualquier argumento y a la que tanto amo.
Envidio en ti esa original manera de batirte a capa y espada con todo para lograr, hacer, construir o simplemente salirte con la tuya, en todo, pues así eres tú, mi hiperactiva ninfa que desafía al oleaje, incluso en el privado mar de Poseidón, si por allí a de pasar tu barca.
Amor, imagino que si un día te quedas en casa sin hacer nada, correría riesgo la creación entera pues, de seguro, se te da por iniciar un génesis nuevo, a tu medida, y sin pedirle permiso a nadie, y es que estas acostumbrada a hacer de la vida un complicado ritual de obligaciones y compromisos en el que tú tienes, por necesidad, que ser el eje director, todo ha de pasar por tus manos, vida, para que así te sientas tranquilita y atareada.
Tan bella Fátima a mi lado, hormiguita de ciudad dormidita como un tierna princesa, dulce pastelito necesario para que la fiesta por la vida logre tener sentido en mis pupilas, en mis labios, en mi pecho.
Hay Fátima si tan solo pudieses meterte en mi cuerpo y sentir esto que se derrama entre el cielo y el suelo de mi organismo, entre el dios y el diablo de mis pensamientos, entre la vida y la muerte, entre las ganas y las resignaciones, entre la nada y la nada.
Pero te soy honesto vida, gracias a ti, mi amor, descubro esta mañana que hay un dulce sabor a esta hora en la que sé, a ciencia cierta, que la vida tiene un solo sentido, tú.
Duermes, y tus ojos cerrados no te delatan, lejana, en un mundo inaccesible para mí y mi deseo de poseerte.
Dónde se encontrará ella, me pregunto, este instante en que su silencio es roto por la acompasada respiración que delata la profundidad de su sueño. A lo mejor va cabalgando en un banco y ligero corcel alado que, entre nubes, le conduce a un dulce prado en el cual, su pequeña bebita, juega incansable y sonriente. O acaso camina de mi mano en uno de aquellos pueblitos lejanos y desconocidos, uno de esos de las postales sudamericanas donde el tiempo parece nunca transcurrir; o quien sabe, solo sueña en que en esta misma habitación me mira y me envuelve en un abrazo interminable cubriendo mis labios con los suyos mientras me jura amor eterno. Cómo saberlo, si ella está más allá de la simple y contingente física de mi pequeño mundo, de mis pequeñas necesidades, de este amor inmenso que me salva y aferra a su sueño, a su silencio, a su distancia y a lo que ella esté dispuesta a dar, cuando pueda, como pueda hacerlo.
En qué o con quién soñará a esta hora tan a mi lado, tan mía que hasta siento envidia de todo, y claro, porque no confesarlo, el fantasma de Marcos se me viene encima y me lastima con su espada, anuda mi garganta con sus manos, me punza por la espalda con la fría hoja de su sable, casi hasta las lágrimas.
De sobra sé que el mundo de ellos estuvo creado antes de yo aparecer hace casi un año en sus vidas, que de hecho sé que soy el intruso en esta cama de dos que hoy descubre un peso diferente, un cuerpo distinto al acostumbrado en este lado del colchón. Pero en mi absurda madeja de sensibilidades pasta un breve instante la envidia pues, que no diera yo por ser Marcos, ese aquel dichoso hombre que desde hace nueve largos años degusta este instante como el mejor regalo del universo, aun cuando es posible que para hoy, de tantas veces repetido el amanecer común de ellos, se halle, ya para ambos, vació de contenidos, magia, dulzura y quien sabe, lo que hoy para mí es un tibio dulzor que me expande el pecho y hace que descarriados potros galopen por mi sangre, para Marcos y Fátima, no sería sino un despertar más, el uno al lado del otro, de sus rutinas, de la monotonía de todos los días, todos, durante nueve años de un constante martillar el mismo clavo que no sede fácilmente para ningún lado.
Cómo no envidiarlo, un amanecer junto a Fátima y quiero que sea eterno el instante, quiero hacerlo mío, sustraerlo al tiempo y al espacio, al mundo lleno de urgencias, al mundo donde la ley del deseo se ha venido a menos frente a otra ley, la ley del mercado, que rige cualquier intercambio a la hora de tomarse en serio la decisión de ser o no feliz el resto de la vida, pues siempre es bueno contrastar lo que se puede ganar o perder cuando de por medio van, aún cuando no se quiera aceptar de forma abierta y clara, la estabilidad, la solvencia, los hijos, los negocios, las responsabilidades comunes, los sábados almuerzos familiares, el carro, el yate, el apartamento, el perro, los gatos, los amigos, los cuadros, los manteles, el cuchillo, el tenedor y la cuchara, entre tantas otras cosas.
 Si ella supiera en qué terco burro cabalgan mis pensamientos, posiblemente se asustaría y pensaría que me hace daño, que soy un tonto y sentimental masoquista, o quien sabe, simplemente aceptaría que no es sino humano este torpe corazón que, enamorado, ha sabido, poco a poco, aceptar convertirse en lo que sea necesario, a fin de intentar, al menos, ser recordado en un futuro, con un dulzura nostálgica que termine por preguntar a las olas del mar por mi suerte, para ese entonces, ya completamente desconocida.
Cómo me gustaría que entre la modorra de las sábanas despierte a medias y me abrace, pose su cabecita de larga cabellera en mi pecho y con voz de sueño me diga, te amo, que bueno es despertar junto a ti, que bueno es tenerte a mi lado, y me acaricie el cuerpo, me llene de besos y cariños el cuerpo y esta descosida alma que llevo a cuestas.
Mas, pequeñita y delicada, como un tierno pichón en su nido, la contemplo dormir, moverse apenas, y me aproximo a ella para sentir su calor, para amarla en silencio, sabiendo que es lo único que puedo hacer a esta hora cuando sin concesiones el momento de mi partida se aproxima incontenible.
Afuera una llovizna se precipita sobre los altos cocoteros, la grama siempre arreglada, las estatuas de mármol, los hermosos helechos, los frondosos arbustos en flor, generosos de cayenas y azahares, siempre bien podados, todo en su lugar y en armonía, como es costumbre en su mundo.
La verdad es que no entiendo para qué me he despertado a esta hora, pues el cuerpo aún adormilado me exige unas cuantas horas más de sueño, oigo los goterones del aguacero estrellarse contra los amplios ventanales de ese cuarto hermosamente decorado, con la luz de la mañana admiro el buen gusto, los cuadros del dormitorio, la pequeña salita, y afuera, entre la lluvia y la luz, a través de las cortinas y los cristales, apenas distingo un balcón donde este amanecer se empecinaba en no quedarse quieto, mientras la luz roja, que se prende y apaga sobre el televisor, me anuncian que ya poco falta para mi partida acordada y obligatoria, más allá de cualquier sentimentalismo tonto de quinceañero enamorado de una mujer casada.
Pero no tengo quince, y lo sé de memoria, de hecho ya casi doblo esa edad, pero este sentimiento que llevo atado al pecho, pienso, es digno de alguien que nunca ha estado enamorado antes y descubre el primer amor, el primer beso, la verdad revelada en el cuerpo de una mujer que es de uno, aunque sea por una sola noche, y en ese encuentro le termina robando el alma a uno, o mejor aún, se la he entregado sin ningún papel firmado, sin exigencias de devoluciones, se la he entregado por completo, como quien se sabe perdido y esa es la última bala que queda y espero, sin esperanzas, matarla y que caiga rendida en mis brazos para siempre, por siempre mía, pero siento que quien ha caído, en este caso, soy yo, y no sé si sus brazos puedan aguantar mi peso.
La dialéctica del amor es, de entre los juegos del poder, la más dulcemente tormentosa de todas las relaciones duales, y más, cuando en ella existen terceros implicados, o en mi caso, un tercer agregado, el amante.
Y aquí la nueva dinámica, dual a su vez, entre ella y yo, el amante y la amada, y pensar que siempre estuve seguro que eso de ser amante era una menester femenino, no por que esta historia de machos haya relegado a muchas mujeres a ocupar ese mezquino mundo afectivo, sino por la tenacidad que implica el acto en sí, por la dulce resistencia, por la fuerza y el coraje que se requiere para no perder los estribos y un día, sin ton ni son, mandar todo a la mierda, pero no, descubro que no, que uno también tiene oculto en el alma esa entrega incondicional a una mujer que resulta ser para uno el punto inicial a partir del cual se puede pretender cualquier tentativa y amarla, y poseerla, aun cuando se sabe de sobra que las cartas están sobre la mesa y ganar este juego es como pretender apostar al futuro con una promesa que está siempre en veremos y en entredichos.
La verdad me da con toda su fuerza en la boca cuando sé que el amante soy yo. Amante, curiosa denominación para referirse a ese quien ama hasta la sombra de su sombra, mi señora, y besa hasta el suelo que pisa la pata de su cama, por el simple hecho de ser suyo el cuerpo que en las noches duerme en ella, sí, soy yo el amante y muchas veces, no puedo creérmelo.
Soy y no lo niego, el que pierde el sueño por la dicha que encierran sus palabras, el que está dispuesto a soportar todo, cualquier cosa, y que, poco a poco, va aprendiendo a callar, a borrar lo que lastima o pesa como una braza ardiente en el corazón que ha perdido su paso por ir tras tuyo, mi amor.
Soy, sólo para ti, el que siempre está, sin importar cómo, dónde, o a la hora que sea, aún cuando ya muchas veces, al hablarte te diga todo cuanto te amo a cambio de una de tus ya comunes salidas, “Eso es bueno”, y hasta luego.
El caso es que por muy ridículo que pueda parecer nunca esperé ser el amante de nadie, no, yo acostumbrado como he sido a que el mundo se muera por mí, el siempre amado, el adorado, el ese por quien alguna vez, incluso, un par de mujeres perdieron el sueño, el habla y hasta el timonel de su barco, heme aquí, y es curioso el destino y sus vueltas, ya que hoy, ella, sin quererlo, ha logrado enamorarme de una manera tan fuerte que a ratos no puedo ser yo quien soy, sino un simple conejito asustado que quiere hacer lo mejor posible para complacerla y verle reír, a pesar de que muy pocas veces lo consigo, mas cuando eso ocurre, la vedad es que siento como si el cielo fuera algo tan a la mano, y que nada en este planeta podría comprarme la dicha de esa sonrisa que me regala junto a esas palabras que, hasta no hace mucho, me decía al oído, los te quiero, te amo, los eres importante para mí, te necesito, te extraño, tan dulces en su boca como la miel más dulce y más.
El aire huele distinto esta mañana, es delicado su aroma, su temperatura leve, nada puede dañar este instante, por suerte, ya que el teléfono no ha sonado aún para despertarla, ya que supongo, que en casa de su madre, Susan aún dormirá exhausta de tropel de travesuras que haría el día de ayer, y que su esposo, en un cuarto de hotel, a unos distantes y seguros kilómetros de nosotros dormirá satisfecho de haber logrado un exitoso contrato para alguna de sus empresas.
A mi lado, ella, con su carita de ángel, duerme envuelta en su larga melena, qué bella es, y que envidia le tengo a la vida que me hace probar este bocado que no sé cuando vuelva a repetirse, es una dulce primera vez y quiero que no termine, que la luz que titila a cuarto pasos de nosotros se detenga eternamente, que ni los dioses, ni el universo puedan influir en este pedazo de mundo, que nos dejen libre de sus leyes, que me regalen esto para mí, para mi eterno egoísmo, para nuestra dicha.
Pero el tiempo que no es de nosotros, vestido de roja luz esta mañana continúa su paso firme y me oprime el pecho mientras avanza y aviva las brazas del desconsuelo.
Siento su respiración a mi lado, la miro acomodarse despacito entre las almohadas, sus ojitos cerrados me invitan a darle un beso a la distancia, sin hacer mucho ruido, casi sin mover las cobijas que cubren mi desnudez me aproximo a ella para recorrer su piel delicada y provocativa a esta hora de la mañana, sin su permiso.
No bien poso mi mano en su piel siento la tibieza acogedora que una tarde descubrí en su oficina cuando nos besamos por primera vez, y pensé que, bueno, esto a pesar de la increíble atracción que sentimos desde la vez primera que fuimos presentados no llegaría a ser, sino, una aventura de dos locos que querían jugarse la piel apostando a que nunca se enamorarían; y heme aquí, un años después amándola hasta la empuñadura y sin entender, qué fue lo que hizo ella para lograr penetrar en mi vida con tanta facilidad, y ser, de una u otra manera, quien me alienta las mañanas, me sube el ánimo y me recuerda que la cotidianidad, a su lado, podría ser, en verdad, un paraíso germinante y siempre en flor; o todo lo contrario.
Sigo columpiando mi mano entre sus piernas, sus nalgas, su cadera, con mi tacto redescubro una vez más la tersura delicada de la seda con que fue tejida, puntada a puntada, esta mujer que me quita el habla, que me roba el sueño, que domestica mi respiración con sus jadeos y mi pulso con una simple caricia, una inesperada llamada, un beso.
Si tan solo supiera que en mí su solo nombre es motivo de conmoción orgánica, de sonrojadas sonrisas, de un furor juvenil que se me clava en las mejillas, las orejas y el alma.
Hay Fátima. Dulce terroncito de azúcar caribeña, como alegras este solitario despertar, este contemplarte absorto y enamorado, esta, siempre a destiempo, forma de amarte, de tenerte.
Mi amor chiquito, que dicha tan grande es sentir tu calor bajo las sábanas, tu proximidad, tu cuerpo que se deja acariciar mientras duermes y no opone ninguna resistencia; hay amor mío, como se me van los sueños en tus labios inaccesibles, en tus dormidos ojos, en esa mansa suspensión en que te encuentras ahora que deseo que despiertes y me aprisiones contra tu pecho, que me asaltes el alma, que me robes mil besos, que me digas que soy tuyo, que me mientas y me digas que nunca antes un despertar al lado de alguien fue tan hermoso como hoy, tan lleno de dicha, tan único, tan nuestro; miénteme por favor, mi vida, dime que me amas, que lo necesito con urgencia, que se me cuartea el alma como las viejas paredes del centro, sedientas de aguaceros.
Pero no, duermes y callas, no es nada novedosa la cama compartida para ti, si hasta siento miedo cuando te acaricio, no vaya a ser que aún envuelta en los pesados brazos del sueño, supongas estar en casa, en tu cama y que, sin querer, me llames por un nombre que no es el mío, pero que importancia tiene esto corazón, vale la pena cualquier sacrificio, valen la pena todos los riesgos frente a este despertar junto a ti y sentir tu piel, y no poder más con mi cuerpo que te reclama, que urge tu presencia que sabe de sobra como calmar mi deseo, apaciguar este voraz incendio que se sale de control y que no sirve para subirle grado más de lo que ya están, a esta almohada, a estas sábanas… este momento.
Recorro ebrio de dicha las grandes extensiones que quedan de tu piel al descubierto, aquellas que escapan al celoso cuidado de las ligeras prendas de esa ropita de dormir que hoy usas para mí; y no puedo evitarlo, mi mente acalorada se pierde evocando las rutas de la noche pasada, cuando, tras asistir a la velada en casa de unos amigos comunes, donde, luego de acordarlo, casualmente nos encontramos, bebimos, bailamos y nos olvidamos a ratos que allí estaba un mundo de amigos tuyos y míos que, ignorantes de lo nuestro, nos invitaban a sus mesas, nos enteraban de novedades y chismes o simplemente brindaban con nosotros por la agradable noche, que para mí, apenas iniciaba.
Y así pasaron tranquilas las horas hasta que llegó el instante de despedirnos y arrancar, cada cual por su lado, según todos, y encontrarnos aquí, en esta coqueta casita frente a la playa, donde pensé, me esperarías con los brazos abiertos, pero no, fui yo el primero en llegar, quizá por la prisa con que el taxista quiso deshacerse de mí, y no tuve más remedio, sino, que esperarte a la sombra, como un ladrón que quiere robar una presida prenda, una dulce vida a alguien que en verdad las posee y la sabe suya.
Bastó un cigarrillo a medias consumido para verte llegar, guardar el auto en la marquesina, ingresar a tu casa por una entrada que desconocía, y en un santiamén abrirme la puerta grande, desde dentro, a una larga noche, tantas veces acariciada en mi mente, en mis ansias, en mis desvelos y desvaríos.
 Y allí estábamos, no lo podía creer, tú y yo a solas dueños de esta paz y estas mudas paredes y su universo de muebles tan solo para nosotros erigido. Tus brazos se enroscaron en mi cuello, como si allí encontrases una tabla de salvación a los naufragios, a las batallas, a la rutina; como si en mí se localizase ese punto y aparte con el cual pretendes romper, aunque sea por un breve instante, la ley de la monotonía que aceptaste en salud y enfermedad hasta el fin de los tiempos con una sonrisa de satisfacción, hace ya tanto, cuando pusiste las primeras piedras al proyecto más grande de tu vida.
Me abrazas, me besas y en silencio me tomas de la mano y me conduces a nuestro tálamo privado, lejano del mundo y sus contingencias. Bastó llegar a esta habitación para dejar atrás los miedos, las preocupaciones y los temores; bastó que entre nosotros no se interponga nada a no ser la ropa que aún nos cubría para iniciar con aquella alocada carrera de amarnos lentamente, palmo a palmo, pedacito a pedacito, sin dejar nada al olvido o al recuerdo.
Tus labios y los míos fueron anoche la más envidiada fruta que incitaba al más dulce de todos los pecados, a aquel en el cual los cuerpos guardan un regusto almibarado, tibio, húmero, erguido, y dulces. Así nuestros labios iniciaron el juego de amarnos hasta que la embriagues común nos dejo exhaustos, rendidos los cuerpos en un abrazo antes del sueño.
 Rojos, hincados por las ganas, por el deseo, nuestros labios fueron la puerta y la llave que nos permitió comernos, beso a beso, mordida a mordida, jugando con nuestras escurridizas lenguas que intentaban, entre sí, hacerse nudos, no dejarse nunca, comerse enteras, intercambiarse, degustándome, degustándote, aprendiendo nuestros sabores más íntimos.
Nuestras manos no podían permanecer quietas un solo segundo, tú, tanteando mi presencia sólida a tu lado, yo desviviéndome al recorrer tus amplias curvas, tus valles y mesetas; las ropas pesándonos demasiado no tardaron en llegar al suelo, y desnudos, el reconocimiento del nosotros se nos hizo más fácil, más simple, más nuestro.
Con una sonrisa te apartaste, me dijiste espera, y entraste a la ducha sin mí, prendí otro tabaco, y salí al balcón, envuelto en una toalla, a respirar un poco del aire sereno de una calmada noche primaveral de un abril aún en flor. Los rumores incesantes del oleaje próximo, llegaron a mí como una poesía eterna e inconclusa. No quise pensar en nada, solo dejar pasar estos segundos mientras demorabas bajo la ducha lo necesario para salir fresca y libre del día que se había amontonado en tu piel hasta ese instante.
Claro, hubiese sido una descortesía no hacer lo mismo que tú, cuando saliste de la ducha, cubierta por esa larga bata-toalla que secaba tu piel e impedía el atrevido paso de mi mirada a esas formas que me llaman por mi nombre para dejarse poseer amables, generosas, mías.
Procuré demorarme lo menos posible bajo la regadera, pues no es bueno hacer esperar a una dama, y menos, cuando casi todo lo que soy y me nombra está en y con ella, y no ahora, sino desde hace ya mucho tiempo, y solo falta esta torpe coraza para que la historia se complete y quien sabe, sea perfecta.
Salí de la ducha envuelto en una prenda de baño gemela de aquella que Fátima estaba usando, me aproximé con felina cautela a la cama donde ella yacía apoderada de un espacio, de unas almohadas, de unas sonrisas tentadoras y provocativas.
Al llegar a su lado, me abrió las cobijas y los brazos. Ven, dijo con su mirada. No pude poner objeciones. Ella era un regalo, y la noche, el más basto territorio donde al fin nosotros pudimos ser uno, donde no importaba nada ni nadie, donde no podían ser permitidos los apuros de otras noches, tardes o mañanas, en las cuales alguien siempre espera por ella, o el reloj atado a su muñeca no es otra cosa, sino, un enemigo que le cuenta los segundos en contra, un hostil adversario que armado con su fina mecánica me enfrenta seguro de saber que nunca podré doblegarlo, ni oponerle resistencia.
Allí estaba ella, amable, recibiéndome como si fuese un rey, el amo y señor de la noche. Y allí estaba yo, feliz hasta más no poder, de seguro, convertido en la envidia de dioses y demonios que, a esa hora, no fueron más que mudos testigos de estos dos locos y simples mortales que hacían, por vez primera, realidad su más preciado sueño, su más larga y ansiada espera.
Así fue como llegué y me rendía a su cuerpo, así fue como reiniciamos el lento ritual de besos y abrazos, de un segundo desnudarnos del todo, de amarnos del todo, ella se adueñó de mi cuello y mis gemidos, yo solo me dejé llevar por sus labios y su deseo, yo solo era la gelatinosa masa que se dejaba moldear a su antojo.
Besé su cuerpo entero, de pies a cabeza, hasta perder de vista incluso el alma mía. Bebí en sus labios el suave licor de la dicha, hasta que sus piernas me dieron la bienvenida, y descendiendo, sin ningún apuro, posé mis instintos sobre el podado bosque de su pubis, y allí comí, como un oso hormiguero, aquel manjar sonrosado y húmedo que acelera mi respiración y me pierde entre el ahora y el después, entre el aquí y la nada, entre la vida y la muerte, hasta que sus gemidos se posaron en mi espalda y sus manos en mi nuca me exigían más y más, y mi cuerpo no cabía de la dicha en su tensa forma, en su erección ardiente que requería de ella para ser aplacada.
Y aquí estoy, nuevamente excitado, queriendo poseerla nuevamente, mas ella duerme tranquila mientras la acaricio y la lucecita me dice, a la distancia, que ya me quedan diez minutos de paraíso, que debo prepararme para partir y la pena me invade el alma y se me sube a la cara sin que yo pueda evitarlo. Ojalá no lo note cuando despierte, pero me estoy muriendo, yo no me quiero ir, y no hay ningún argumento que pueda evitarlo, no tengo anclas en este puerto que me empuja a zarpar con el nuevo día.
 Afuera ha dejado de llover y con más fuerza que hace unos minutos la claridad entra por las ventanas y se adueña de todo.
Rozo mis ardientes ansias contra su cuerpo, esperando que mis llamaradas prendan sus maderos con el mismo fuego que anoche nos sirvió para consumirnos, ella en mí, yo en ella, ambos en un lubricado nudo que giró y giró sobre el colchón mientras las templadas cobijas fueron a dar al piso.
Apenas abres los ojitos y me miras, no dices nada, el sueño se resiste a abandonarte, igual que yo, pero el se aferra terco, apretado a tus pestañas; me abrazas, me das un beso y callas.
Ha llegado la hora, salto de la cama ansioso de escuchar un imposible no te marches más, un quédate por siempre. Recojo las cenizas de ayer y me visto al apuro y con desgano, no quiero hablar mucho, quien sabe, se me rasgan las palabras a esta hora mientras me miras y espero que entiendas lo que en mí se arremolina, no ves el nudo en mi garganta, estas tontas lágrimas que he aprendido a tragar para adentro, y que ahora, una que otra, me traiciona.
Te sonrío, me preguntas que qué me pasa, y que te puedo decir, sino, “nada”, amor, nada, con esta amarga cara de resignación que llevo ahora como traje.
Te robo un beso apurado y me marcho sin hacer mucho ruido, esperando oír de ti algo que no llegará a salir de tus labios, pensando en que tal vez  tú sientes esta misma desesperación, esta falta de ánimo apoderándose de todo, esta absurda resignación que pesa en la boca del estómago, pero te siento nerviosa o ansiosa, cómo saberlo con precisión, esperando una llamada, me dejas ir, como habíamos acordado...
Salgo al día y su sopor mañanero, camino apurado las largas dos calles que me separan de la estación para abordar el primer transporte que me lleve de vuelta a mi mundo, a ese refugio en el cual tú, de vez en cuando, vives y reinas, y eres de entre todas las prendas, la más amada, la más esperada, y siempre, sin importar horarios, la mejor bienvenida de entre todos los seres de este mi mundo.
Camino apurado esperando que nadie me vea, confiado en que lo temprano del día sea nuestro escudo.
Camino abriéndome paso entre la brisa del nuevo día. Entre resplandeciente y taciturno, silencio, con una rara herida mortal, que sabe a eterna derrota, me despido de ti, de este amanecer junto a ti, hasta quien sabe cuando, hasta quien sabe nunca.

*Este texto lo redacté hace, al menos unos 12 años, y he querido publicarlo tal y como lo encontré guardado en una memoria....