domingo, 12 de octubre de 2014
A las sombras del Bolívar
Recostado sobre sus ochenta y tantos
años empezó a evocar aquel pasaje de su vida que brotaba a borbotones desde un
lugar impreciso de su memoria y cual si
fuera un torrente incontenible, todo lo que consigo acarreaba, al cerrar los
ojos, se hacía cada vez más vívido e incluso tangible… lo volvía a vivir.
Como fuente de agua cristalina en
medio de un desierto, de la nada, surgían los, hasta ese instante, olvidados
recuerdos yacentes en algún archivo oxidado de la memoria, y allí los veía
ejecutándose, con tanta nitidez que parecería que fue ayer, cuando todo ocurrió.
Aquellos acontecimientos, hasta hoy
relegados al inmanente olvido y que junto a mil recuerdos más dormitaban la
agónica resaca de lo que ha sido y jamás volverá a ser, enredada en la telaraña
de los intrincados recodos de la escorpiona memoria ahora saltaba a la luz como
una pantera, como una fiera que por largo tiempo se mantuvo al acecho, entre
las sombras de un tupido follaje, esperando alerta, el instante en que puedan
clavar sus largos y filosos colmillos hasta el alma de su predilecta presa, con
tanta precisión que nada podía, al parecer, evitar la arrolladora fuerza de
este embate.
Frente a la potencia de estas
repentinas apariciones, no tenía otra elección que rendirse, entregar el cuerpo
laxo que yacía en la cama de un hospital cualquiera, donde los médicos y
enfermeras luchaban por alargarle la vida hasta más no poder, hasta el límite
último de sus fuerzas.
Gran cantidad de tubos entraban y
salían de su cuerpo cual si fueran raíces parásitas sobre un árbol centenario,
todas estas canalizaciones lo mantenían a salvo de cualquier cataclismo que
pudiese descuajarlo súbitamente y conducirlo a su final descanso en al suelo.
A esta hora se sentía ya tan lejano
de todo. Perdido entre sus recuerdos y el presente no se inmutaba con la
delgada línea de luz que perezosa se colaba desde el amplio ventanal cubierto
por una delgada cortina, verde monótono, estampada con una que otra figura que
debían ser hojas o peces, cómo saberlo, si apenas le alcanzaban los ojos para contemplar
lo que estaba volviendo a vivir.
David, como siempre, fue quien tuvo
la brillante idea que todos aplaudimos por fabulosa e insuperable, en especial
José “Pepito”, quien siempre fue, algo así, como su mano derecha, su confidente
y hasta hermano en travesuras.
Tras ir con su novia de turno al
cine le asaltó aquella idea. De la nada le cayó encima como un relámpago en la
espesa noche de sus cejas, y como siempre, una vez asida por las luces de su intelecto
maquiavélico sabía de sobra que no estaría tranquilo hasta no ver cumplida a
cabalidad la portentosa maquinación, poblada de tramas y tramoyas, que
había fabulado por completo, de “pi a
pa” en un segundo, y que el destino le había impuesto como su nueva meta.
Quien podría suponer que a David se
le alumbraría la testa a la hora del romance mientras confundía sus manos con
los pechos de su amor juvenil en uno de aquellos cines que para hoy, a duras
penas se ven en postales viejas, en crónicas de historia antigua, o si al caso,
usurpados de su realidad destinados a rituales de algún culto, transformados en
altares, olvidando por completo a los miles de amantes que albergó y a los
fantasmas de celuloide que, función tras función, les arrebataban suspiros,
gritos, aullidos y hasta lagrimones que rodaban sin vergüenza en la oscuridad
de aquellos lugares de culto, refugio, fuga y cándidas caricias.
En Concepción, por casi una
eternidad, o toda una vida que es lo mismo, existió una única sala de cine,
templo que fue la puerta abierta al mundo, a las pasiones prohibidas y los
sueños, pero especialmente, fue el espacio predilecto donde supimos esconder,
de las lenguas de todos, aquellos amores púberes que a ratos nos congestionaron
la existencia y nos aflojaban las lágrimas, los huesos y hasta nos
desatornillaban el alma e iban llenado de a poco, con buena letra o con
garabatos, las hojas en blanco de la bitácora de la vida de cada uno de
nosotros.
En aquella época el cine era un
universo de ensueño repleto de titanes hercúleos y divas bellas que a todos nos
conmovían los agujeros del espíritu apenas empolvado de vida, sueños y
esperanzas, aquel fue el tiempo donde todo era posible, y no hacerlo era una
afrenta al ingenio individual y colectivo, aquel fue el periodo de nuestras
vidas donde se pusieron a prueba las más finas hechuras de cada uno y la
resistencia de un mundo donde siempre hacía sol y olía a tierra fresca, donde
no importaba el clima, donde siempre era primavera y los brazos de los padres
alcanzaban para todos y siempre estaban presentes.
No había mucho que hacer en los
cortos veranos de las vacaciones del colegio, a no ser las rutinarias
actividades de casa, soportar a las madres con sus griteríos, las lecturas, los
“arregla el cuarto”, “báñate”, el hacer eso o lo otro, el ayudar a los padres
con lo uno o lo otro, ir de compras al mercado y claro, entre orden y orden
darle un poco de calor a los juegos, al fútbol, o de preferencia a salir en
jauría a matar el tiempo, eso sí que a todos nos encantaba, en especial cuando realizábamos
algún desarreglo sin pretender daños a nadie, sin malicia, solo por molestar y
pasar bien un rato, para así poder reír a manos llenas, agarrándonos las panzas
para evitar que reviente de tanta carcajada fuera de su cauce.
Reír siempre ha sido fantástico, en
especial con la boca abierta, a no dar más, corriendo el riesgo de zafarse las
mandíbulas de la simple y total alegría que se hace lágrimas en los rabillos de
los ojos de todos. Reíamos hasta decir basta del dolor en el abdomen y así, a
pesar de todo, continuábamos riendo hasta la demencia y un poco más allá, tal
vez, siempre era posible, gracias al placer de haber pasado un buen rato junto
a quienes tanto se ha querido.
De aquella época, una de tantas
maldades fue la que jugamos al Gordo Peña, el mejor panadero, jugador de
naipes, borrachín, mentiroso y embaucador que jamás conocería Concepción,
pueblos, anejos y caseríos a la redonda; una tarde de tantas en un verano
cualquiera.
Tres sábados consecutivos lo
seguimos en turnos previamente designados al cine para comprobar, si era
cierto, lo que contaban los enamorados del amor, refugiados al oscuro, de
aquella sala confidente de sus besos; que a la función de la tarde el Gordo iba
a como diera lugar, y siempre se sentaba en el mismo sitio, cual si lo hubiese
tenido reservado, quién sabe, si ya hasta por costumbre o por que allí
solamente podía caber su descomunal trasero de batea.
Los tres sábados que lo esperamos
llegó puntual a la cita, y como lo habían anunciado aquellos enamorados
cinéfilos de entonces, el Gordo llegó, como siempre solo, con su mofle a
cuestas, cual tambor de feria, y fue, tras saludar a don Celso, el de la
taquilla, directo al baño, a refrescarse y limpiarse el eterno sudor que le
poblaba la cara, y de seguro, de allí saltaría a su reservado espacio en el que,
por lo regular permanecía aislado de todos durante el tiempo que duraba la
proyección, ya que para llenar aquella sala de cine, se tenía que meter al
pueblo entero, incluyendo al odioso cura que siempre andaba castrando las
mejores escenas que solo él y don Celso podían ver antes de la premier de
cualquier película.
Cuando todo estuvo listo y
planificado lo echamos a la suerte y salimos premiados, Gerardo, el cuico
Ricardo, David, que como capitán araña del grupo no podía faltar, y yo. La
tarea era simple, ir el siguiente sábado a la matiné y desatornillar todas las
tuercas a la fila donde el gordo se sentaba rutinariamente en su centro y
listo.
El siguiente sábado llegó sin
ninguna prisa, la vieja me encargó al “Negro” Carlitos, mi hermanito menor,
pues ella y papá se irían de viaje a visitar a unos amigos a un pueblo cercano,
así que, con todo y el encargo que no dejaba de molestar a cada rato, con
“cómprame eso”, “quiero eso” o “dame aquello”, el trabajo en tinieblas fue
cumplido a satisfacción, y claro, me costó un buen par de turrones convencer al
“Negro” que no dijese nada en casa, ni a nadie obviamente, de lo que habíamos
hecho en el cine aquella tarde.
A pesar de que ya nos sabíamos de
memoria la trama de la película que habíamos visto hasta el cansancio en las
turnadas guardias para vigilar al “Gordo”, o para hacerle el trabajito a su
asiento. A la funcuión acudimos todos puntuales y desentendidos del mundo que
nos rodeaba.
Desde la taquilla vimos venir al
“Gordo” con su pasito lento, su pantalón azul y su camisa blanca de uniforme diario.
Nos saludó. Lo saludamos… y nos mordimos los labios para no reventar en
carcajadas por un episodio de pronóstico asegurado, en especial, cuando veíamos
a aquel armatoste que, por su propia boca, se aproximaba a morder un delicioso
anzuelo que habíamos cebado y que simplemente esperaba a que él se comportase a
la altura de las exigencias.
Entramos a la carrera, casi
atropellando a los pocos que se interponían en nuestro camino, para así ganar
un buen lugar y ver el espectáculo que se anunciaba en grandes carteles. De esa
manera fue como aseguramos, para la gallada, una fila completa, una tras la
acostumbradamente reservada al “Gordo”. Nos acomodamos en la impaciencia de los
segundos, mientras llegaba mansamente, con su siempre agitado y sudoroso paso
de tortuga, el mejor panadero, jugador de naipes, borrachín, mentiroso y
embaucador que nuestro mohoso pueblo jamás conoció.
No fue muy larga la eterna espera,
hasta que por fin el “Gordo” apareció en el interior de la sala de proyección
tras su habitual visita al baño.
Con pasito apretado, lento y pesado,
como solo él, mastodonte antediluviano se empecinaba en continuar caminando
sobre este mundo. Larga fue la contemplación de su transcurrir sobre la
alfombra roja que yacía entre los asientos forrados de un falso cuero azul, lo
vimos aproximarse, desplazarse, nadar, flotar, hasta llegar y detenerse frente
a aquella silla que su enorme culo conocía de memoria, ese majestuoso culo y
todo el peso que implicaba lentamente iniciarían el descenso que daría inicio a
la mejor obra que se pudiese presentarse en Concepción, ese, para nosotros,
majestuoso día.
Con el corazón en vilo lo vimos,
parado frente al asiento de siempre, su asiento, y darnos confiado la espalda,
descender lento el andamio completo de sus carnes, y en eso, que nos apagan las
luces y se escucha el enorme estruendo de la fila entera que cae, como un
relámpago en la noche, y que retumba en las cuatro paredes, sumado todo esto al
quejido del “Gordo” al chocar contra el piso, y enseguida las más solemnes y
rebuscadas puteadas contra todos, padres, hijos y espíritus santos, mandando a
la mierda incluso a la santa madre que lo había parido; y nosotros sin poder
más de la risa, al igual que los pocos pelagatos y enamorados presentes en
aquel circo de una sola pista.
Por sobre los tubos por donde entraban
o salían líquidos vitales. Las sábanas blancas. El insoportable olor a limpio
de aquel lugar. Las tímidas líneas de sol madrugador que burlaban los largos
faldones de la verde cortina se derramaban sobre la cama y mostraban la geografía
de su cuerpo protegido del frío. Sus ojos se perdían en los montes y valles de
la cobija mientras en su rostro se esbozaba una sonrisita cómplice con los
recuerdos que ya no podían hacerle daño.
Pero aquellos recuerdos diáfanos que
se le seguían escapando sin ton ni son, se le iban incontenibles como el agua
entre las manos, no los podía controlar, e incluso, de vez en cuando, y se
materializaban en lagrimones tibios que rodaban por las arrugadas patas de
gallo, que los años le habían regalado, hasta dar con la blanca almohada donde
descansaba su cabeza de ralos cabellos canos.
Fue durante el verano en que murió
el abuelo de Pablito y que a todos nos puso en jaque la maldita jugada que el
destino deparó a aquel viejo lobo de mar y sus cinco compañeros de faena, tras
lo que a Pablito no le quedó otra que aprender a ser dos veces huérfano y a
hacerse hombre serio a destiempo.
Aquel verano, con una maleta
prestada, donde apenas cabían sus ilusiones, Pablito se largó para siempre del
pueblo, en uno de aquellos autobuses azules que venían una o dos veces por
semana, mientras nosotros seguíamos armando líos, picando pleitos y aprendiendo
a liar nuestros primeros grandes sueños entre cigarrillos y alcohol en las
noches de frío y nevada, que eran, en las que su ausencia pegaba más duro,
especialmente en los estériles acantilados frente al mar.
Pablito era como el hermano menor de
todos, se fue sin decir nada a nadie, y no supimos de él, sino, hasta varios
años después, cuando en una de tantas vueltas que dan los caminos, nos
encontramos cara a cara, y a duras penas nos pudimos reconocer y hablar en un
café de la gran ciudad, en una esquina lejana a todo lo que nos vio crecer y
nos nombraba.
David había ido a escondidas de
todos al cine con su novia, la Verito, para evitar el papelón de soportar las
burlas que le hubiésemos montado. Al terminar la película, entre las lágrimas
de su amada, y las lagrimas de las amadas de tantos allí dados la cita, estaba
calculando ya una nueva proeza que se le había ocurrido así, de repente, sin
más, mientras veía aquel largometraje que hace unas semanas había causado
sensación, según la prensa que escasamente llegaba los viernes en uno de
aquellos colectivos azules.
Un domingo, tras el partido de
fútbol, en la cancha del colegio, ahogados aún por el esfuerzo, nos contó su
idea. Para variar, nos alucinó la genialidad de la misma y fue así que pusimos
manos a la obra de manera inmediata.
Tendríamos que ir temprano a ver
aquella película que habían estrenado hace no más de tres días donde don Celso
para ganar los mejores asientos y así no perderse un segundo de aquella
historia, que el celuloide ponía a nuestra completa disposición, así que para
poder hacerlo bien teníamos que iniciar los preparativos de inmediato.
Todo lo que teníamos que hacer era
esperar a que cayera la tarde e ir a los acantilados por una gaviota y san se
acabó.
Tras misa de cinco, y soportar
estoicamente la letanía del cura Manuel y su extranjera lengua que arrastraba más
eres que un coche destartalado y que siempre anunciaba los cataclismos que
traería en sus bolsillos don Sata a los hombres y a los pueblos que no se
apeguen fielmente a la doctrina estipulada en el Santo Libro, organizamos la
riesgosa expedición hacia los acantilados, esta vez fuimos todos sin excepción,
para así cubrirnos las espaldas de cualquier imprevisto que pudiese acaecernos.
El acantilado quedaba, como hasta hoy,
a algo más que dos kilómetros del pueblo, claro en ese entonces despoblado de
las lujosas mansiones que lo han privado del encanto agreste que antes lo
hacían único en el mundo.
El camino lo hacíamos a lomo de
bicicletas, por lo cual el trayecto lo cubrimos en menos de quince minutos, al
llegar, cada quien se dirigió a los lugares previamente dispuestos, tras
acordar que, cuarto para las ocho, como tarde, todos nos reuniríamos nuevamente
en el lugar donde abandonamos las bicicletas dispuestos a hacer lo mejor que se
pueda para que la operación, casi militarmente pensada, salga de acuerdo a lo
planificado.
A pesar de que Guillermo era un as
para atrapar cualquier bicho, bien sea vivo o muerto, y que gracias a su
habilidad, solo él nos hubiese bastado para culminar con éxito la empresa,
decidimos formar dos grupos y nos lanzamos a la cacería sin muchas discusiones
ya que el tiempo apretaba y los vientos anunciaban frío para la noche, y como
se había acordado, todos debíamos estar presentes a las nueve en “El Bolívar”,
hora de la última proyección.
El mar chocaba con toda su fuerza
empujado por el viento norte contra las murallas imbatibles del alto
despeñadero en aquella temporada, el sol bajaba apresurado entre sus naranjas
rayos a dormir en su cuna oceánica, a esa hora eran escasas las aves que
volaban sobre las olas, la mayoría debía ya estar esperando la noche guarecidas
al abrigo de sus nidos, lo que facilitaría nuestro trabajo, al menos eso
pensamos.
Por algunas rutas de pescadores
bajamos hasta las playas escasas y no vimos, por ningún lado, una sola gaviota.
Transcurrida casi una hora desde que dejamos olvidadas las bicicletas en lo
alto de los farallones y perdíamos la raquítica luz que ese astro enfermo de
sueño nos brindaba más allá de las olas, teníamos que regresar ya, lo sabíamos,
pues en tinieblas la tarea sería en verdad cuesta arriba al ascender por las
paredes del acantilado, escuchando únicamente el repetido canto de mar como una
inconclusa melodía y sin saber dónde poner un pie, por lo oscura que se pone
esa boca de lobos, cuando el sol se ha ocultado.
Habíamos recorrido medio camino de
regreso, cuando Roque, el mejor puñete que tuvo alguna vez Concepción, vio, por
suerte o casualidad, entre unas pequeñas cavernas, salir las plumas blancas de
un pajarraco, la tarea no era nada fácil, pero debía hacerse.
Como a diez metros sobre nuestras
cabezas en una pared vertical y tan lisa como una regla de dibujo estaba
nuestro objetivo. No bien Roque señaló su hallazgo, Guillermo inició la
escalada, sin importarle que a sus espaldas el mar batiese el mundo con olas de
espanto que reventaban sobre unas enormes piedras negras, las que a mí siempre
me han quitado el sueño, y que de llegar a caernos, podrían tragarnos a todos
en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie pudiese hacer nada para evitarlo.
Roque con el saquillo donde
depositarían el pajarraco ese, si lo atrapaban, inició su ascenso tras
Guillermo. En un abrir y cerrar de ojos, el par había conquistado al menos la
mitad del recorrido sin ninguna dificultad, hasta que Roque resbaló a causa de
una piedra que cedió a su peso, a todos los bajo él, simples espectadores, nos
dio el susto de nuestras vidas, el alma se nos alojó entre las suelas de los
zapatos y los calcetines, pero como nada se estabilizó de inmediato aferrándose
de quien sabe qué, esa mole era invencible y a pesar de haberse lastimado las
manos, los codos y las rodillas, como luego lo comprobamos, siguió su escalada
como si nada pasara, hasta culminar, asombrado de ver a Guillermo como
capturaba e inmediatamente devolvía la gaviota a su nido.
Guillermo siempre fue un romántico
enfermizo, cuando atrapó al bicho que chillaba como un condenado a muerte y se
dio cuenta que estaba empollando un par de delicados huevos, en lugar de
traérnoslo, dejó todo como lo había encontrado y descendió entre los graznidos
del pájaro aquel que se lanzó al vacío con sus extensas alas abiertas como un
planeador, mientras, de seguro, debía decir unas palabrotas muy gruesas, en una
lengua de la cual no entendíamos ni jota, solo agudos graznidos que lentamente
se confundían con el rugir de la mar bajo nosotros.
Roque lo puteó, lo mandó a la mierda
y un poco más lejos, gritaba más fuerte que el pajarraco que revoloteaba por
los alrededores. Sin decir nada, Guillermo, bajó a nuestro lado y nos contó lo
que había descubierto y el porqué de su accionar. Claro, a Roque, que le dolían
las magulladuras, esas razones le importaban menos que un carajo. Sin importar
nada, sin mediar más palabras quería a toda costa fajarse a golpes con el
romántico que había indultado al ave sin consultar a nadie. Roque temblaba, en
sus ojos se acumulaba la furia del universo. Él se lo tomó muy a pecho, en
especial por su forma de pensar siempre apegada a la lógica de la conquista
veloz sin importarle nada ni nadie, gracias a la que Guillermo constantemente
se sentía ofendido en especial cuando le tocaba el amor propio y su fe a prueba
de todo, menos de Roque, por mala del diablo, ambos siempre se llevaban la
contraria, una extraña relación de amor odio, que daba por lo regular buenos
resultados.
Pero para ser honestos, aquella
acción de Guillermo a ninguno nos cayó en gracia ya que a fin de cuentas todos
sabíamos que luego de la misión que el animalejo ese tenía que cumplir lo
íbamos a dejar en libertad y regresaría a su nido, cual si no hubiese pasado
nada.
Entre la incomprensión de todos, el
cabreo de Roque y el silencio de Guillermo, llegamos al punto de encuentro
acordado, allí nos admiró ver que David, Ricardo, Antonio y Luis Miguel, cada
uno tenía una gaviota en sus manos, pero lo que más nos dolió, fue constatar
que a diferencia nuestra, ninguno traía la ropa mojada o sucia, parecía que
hubiesen ido a una despensa y allí lo hubiesen pedido, pagado y traído para
restregárnoslas en las narices que ya empezaban a sentir el frío de esa noche.
Gerardo, quien fue con ellos se
había adelantado para comprar las taquillas de todos, así que, sin perder más
tiempo del perdido ya en la cacería, allí mismo escogimos al afortunado
pajarraco que vendría con nosotros.
Optamos por el que se nos antojó más
bello, blanco y bullicioso de todos, al resto los liberamos y regresamos sin
más tardanzas al pueblo. En un santiamén estuvimos bañados, cambiados,
perfumados y esperando reunirnos a las puertas del Bolívar para refugiarnos en
sus sombras.
Solo faltaban Gerardo, Antonio y la
gaviota por llegar, como siempre ese par llegarían tarde a todo, incluso a sus
funerales.
Mientras nos desesperábamos en la
espera, apareció el Gordo Peña con su delicado cuerpo de morsa y nos tendió la
mano ya sin odios ni resentimientos por la mala pasada que le jugamos un par de
veranos atrás y que, a costilla suya, dio mucho que hablar y reír al pueblo
entero durante un largo tiempo, aun cuando eso a casi todos nos costó una
inolvidable reprimenda y la prohibición de salir de las respectivas casas durante
largas semanas.
El Gordo andaba de paso, no le
gustaba el cine los domingos. Este es un día de guardar. Decía, allí, parado a
nuestro lado, sudoroso y agitado, con su papada de elefante antediluviano. Nos
acompañó hasta que llegaron el trío esperado y no bien llegaron, se perdió y se
dejó ir por las calles empedradas y bañadas por la luz oxidada y mortecina de
los faroles, enrumbando sus pasos hacia quién sabe dónde.
Pepito, que llevó el abrigo más
grande que logró sustraerle a su abuelo fue el encargado de transportar al ave
al vientre oscuro del Bolívar y que así nadie se diese cuenta de nada.
Para que no chille y nos delate
antes de hora, en su casa Gerardo, que fue el encargado de cuidar del ave
mientras todos fuimos a engalanarnos para la ocasión, le había envuelto en el
pico una goma elástica, teniendo el cuidado necesario para dejarla respirar
tranquila, pero sin posibilidad alguna de armar el barullo que metió, los
escasos minutos en que fue transportada desde los acantilados hasta el pueblo.
A pesar de que ya habíamos visto la
película la mañana del día anterior, no podíamos dejar de sentir las ganas
urgentes de volver a la gloria de aquella historia de crímenes, amor y suspenso
que nos tenía en vértigo constante.
Quién sabe si era una de las tantas
de Hitchcock que, hoy por hoy, casi ya a nadie le quita el sueño, pero eso sí,
recuerdo que Bárbara Bel no podía estar más bella esa noche.
A una orden de David, cuando la
pantalla pintó un cielo azul enorme con un mar extenso, Pepito liberó al
pajarraco tras quitarle el improvisado bozal del pico.
Un agudo graznido cruzó como una
veloz sombra la luz que se proyectaba hacia la pantalla, y fue a dar a ese
cielo de fantasía en repetidos intentos por liberarse del asecho de las risas y
gritos que empezaron a llenar la platea del Bolívar.
En uno de tantos intentos de fuga
rasgó la tela enorme de la pantalla, mientras don Celso, con un palo de escoba
trataba de pegar al entrometido bicho que estaba, no solo echando a perder la
función de esa noche, sino que ponía en franco riesgo futuras proyecciones.
Entre las risas de todos los que
veíamos al pobre viejo corriendo, palo en mano, tras el pajarraco asustado,
fuimos testigos de la mala maniobra del bólido alado, gracias a la cual don
Celso puso punto final a la persecución.
Del suelo tomó a la agonizante,
esbelta y blanca gaviota, y con paso firme, con un fuego clavado en sus ojos,
como brasas rojas en la noche más oscura del mundo, se acercó al grupo y me entregó
la gaviota sin decir nada, solo señalando para todos, con el dedo tembloroso,
la puerta de salida, mientras en mis manos tras los últimos estertores y
pataleos, el pajarito llegaban a su fin.
Aquel dolor se emponzoñó en su pecho
más fuerte que nunca, la escasa visión que tenía de su entorno se diluía en un
oscuro vértice y el constante sonido del electrocardiograma dio paso a un
constante miiiiii que se apagaba en su oído a lo lejos, mientras las luces del
Bolívar tendían a gris oscuro, más oscuro, y de pronto, como de la nada escuchaba
una vez más el mar próximo a los acantilados que lo llamaba con un eco repetido…
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