domingo, 12 de octubre de 2014
Competencia
La tensión se le acumulada en los
músculos de las piernas, en los brazos, el cuello, en todo su esbelto cuerpo, esa
sensación le hacía sentir como una bala a punto de ser disparada, solo hacía
falta que el martillo dé en el punto exacto del detonador, y ya nada lo
detendría, claro, en este caso, él era una rara especie de bala en traje de
baño que, desde el puesto de largada, esperaba a que el silbato diera la señal
para lanzarse al agua, y dar así, todas las necesarias brazadas, hasta
conseguir el ansiado primer lugar del Campeonato Intercolegial de Natación, por
el cual tanto se había preparado desde hacía más de un año.
Desde el graderío, un ruido confuso
de voces se escuchaba alentando a los diferentes competidores que, junto a él,
se disponían en los diferentes andariveles y que, como él, adoptaban posiciones
previas a la señal que marcaría el inicio de la competencia.
El agua estaba clara, como la
mañana. La supuso ligeramente templada, por los leves vapores que en la
superficie, casi inmóvil, se observaban. Los ligeros destellos de luz
reflejándose en las ondas diminutas de esa larga piscina lo ayudaban a
concentrarse y lo invitaban a sumergir su cuerpo en ese medio que, para él, era
la posibilidad certera de liberarse del peso y flotar como lo hacen los
cóndores en las alturas del cielo.
La tensión se acumulaba no sólo en
su cuerpo sino en el ambiente y los segundos se hacían horas interminables.
Miró a ambos lados y solo vio un
grupo de jóvenes que, a diferencia suya, no llevaban un traje de baño nuevo, es
más, ninguno de ellos llevaba traje de baño, nuevo o viejo, todos usaban los
shorts de los uniformes de educación física de sus respectivos colegios, que a
diferencia del suyo, eran instituciones del Estado.
De entre todos él era el único
rubiecito de ojos azules, el resto ostentaban su piel oscura y cobriza, sus
rasgos fuertes, labrados en piedra, todos, a simple vista, indicaban su
descendencia indígena y humilde, él era el lunar blanco de esa competencia, el
niño lindo de los bucles de oro.
En ningún pecho, a no ser el suyo,
esa medalla cobraría su valor verdadero, adquiriría su verdadero sentido.
Sus compañeros y compañeras de
estudio, todos y todas tan lindos como él, tan perfumaditos como ninguno, lo
alentaban y estimulaban, Él los escuchaba, incluso sobre el griterío general.
Todos lo aclamaban, en especial el grupo de sus amigos más íntimos, quienes
llevaban al cielo su nombre. A todos les sentía como a su espalda, y distinguía
claramente los tonos de voz de cada uno de ellos.
En el punto más alto de la espera y
la tensión, sonó por fin el silbato, y sin pensar en otra cosa que en su
medalla y la gloria, se arrojó al agua en un clavado perfecto, sintió junto a
él los otros cuerpos ingresando a la piscina, rompiendo el agua sin delicadeza,
soltó el aire que había contenido en sus pulmones al salir a la superficie e
iniciando con la derecha, marcó el ritmo de las brazadas con que aseguraría su
sitial en el podio de los triunfadores.
Una, dos, tres brazadas, soltar el
aire, una, dos nuevas brazadas más, respirar.
En el fondo de la piscina una larga
línea azul de baldosa le indicaba el rumbo correcto a seguir, para él eso no
era ningún problema ya que sus anteojos de natación se lo permitían de la mejor
manera.
Entre brazada y brazada, y en lo que
podía mirar, no veía a nadie a su lado, sabía que iba primero, esa era una
certeza que no tenía lugar a ser rebatida, además, se lo confirmaban sus
amigos, ya que cada vez que sacaba la cabeza para respirar los escuchaba, como
a su lado, gritándole, apoyándole, exigiéndole mayor velocidad, más concentración.
De seguro llevaba a alguien muy
pegado a él ya que ni bajo el agua dejaba de escuchar su nombre y el aliento
que desde el graderío le propinaban sus compañeros.
Apretó el ritmo de las brazadas. Su
corazón iba suelto como un leopardo en la sabana africana, tras la presa del
día. Nada ni nadie podrían ya detenerlo e impedir que sea suya aquella medalla,
la cual engalanaría la vitrina en el recibidor de su casa de campo, junto a la
otras medallas y trofeos, los más de su padre, mismos que en poco serían
superados por los que él obtendría, si continuaba al paso que iba, pues a su
juicio, serían muchas las victorias por alcanzar en lo que le resta de vida,
para sus cortos 16 años.
Llegó al extremo de la piscina y
giró con precisión milimétrica, cada uno de sus movimientos habían sido
repasados hasta el cansancio. Tardes enteras con amigos y amigas habían tenido
que ser sacrificadas para lograr su objetivo, y lo hacía bien, nadaba como un
delfín, el agua era su medio y ya había cubierto la mitad del recorrido, y a
pesar del esfuerzo y la tensión, sabía que mantendría la velocidad y el ritmo
de las brazadas hasta llegar a la meta.
La cadencia de respiración se había
incrementado, lo sentía, pero no importaba, la adrenalina en su sistema era la
mejor aliada.
La situación continuaba igual que
antes, cada vez que podía, intentaba distinguir a su lado si venía algún otro
competidor. No veía a nadie.
Debía ir por media piscina
calculaba, y los gloriosos vítores de triunfo los escuchaba claramente desde el
lugar donde se encontraban sus amigos.
Sacar fuerzas de donde,
ya casi, no le sobraban, era ahora la tarea. La prueba era corta. Lo sabía.
Pero exigente. Por ello requería la máxima potencia de su cuerpo.
Quería llegar primero y lo estaba
logrando. Quería imponer un record, dejar a todos a mitad de piscina, llegar
solo sin que nadie le pise los talones.
Comenzó a bracear con mayor rapidez.
Era corto el trecho que le
distanciaba de la meta, un último esfuerzo, y su deseo se cumpliría.
Estaba tan concentrado en dar esas
últimas brazadas, brazadas sucesivas, una tras otra, y a buen ritmo, que no
sintió aquella mano que detenía, desde su cabeza, el avance hasta la meta,
sino, hasta que se percató que por mucho que braceaba no avanzaba ni un solo
milímetro.
Se detuvo. Sacó la cabeza del agua.
Lentamente los pies toparon fondo. Se incorporó, y sin entender que estaba
haciendo en su carril uno de los competidores, miró en todas las direcciones,
sus compañeros lo seguían vitoreando, los que podían claro, el resto reía a
carcajadas, en el agua sólo estaban él y ese otro muchacho, que con una amplia
sonrisa le dijo
-Amigo, se adelantó a la largada- y
cruzándole el brazo por sobre los hombros lo invitó a salir y volver al punto
de partida.
Frente a él, el resto de
competidores, todos estaban aún en sus puestos, esperándolo, esperando la señal
de la largada.
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