viernes, 24 de octubre de 2014
Fátima y el amanecer*
Lentamente la mañana va tendiendo su manto a
través de las cortinas. Como un sigiloso ladrón ingresa, en puntillas, por la
habitación, el ahora y su naciente luminosidad, intentando envolverlo todo a su
paso, husmeando, milímetro a milímetro, en su avance, los muebles, las
alfombras, los cuadros, las paredes y el piso donde se entrelazan las ropas que
hasta hace unas horas cubrían las pieles que se fundieron, amaron y hoy
descansan en la tibieza apacible de esta cama que nos abraza y nos mantiene
unidos como en un raro milagro que se ha hecho realidad.
La claridad de afuera penetra por los
ventanales silenciosamente, filtrándose e inundando con su halo esta
habitación, de la cual no quiero salir nunca, en la cual quiero permanecer por siempre,
ser eterno, sin tan siquiera saber cómo conseguirlo.
Con la modorra aún en el cuerpo que a medias
sale del sueño, recuerdo aquella historia que me apasionó las pupilas cuando
comía, uno tras otro, libros y libros.
Que no diera por ser esta mañana el
enamorado, jefe de una naviera, que desde su camarote, o desde este cuarto,
pudiera tomar las riendas de esta historia hasta el fin de los tiempos junto a
su imposible amada a la cual ahora tiene a su lado; y más hoy que nunca, ya que
estoy dispuesto a negociar hasta con el mismo diablo en persona para que aquí
se declare una cuarentena eterna, por la causa que fuese, y de este modo, nada
ni nadie pueda osar llegar a nosotros, e interrumpir este amanecer que sabe a
gloria y que para mi egoísta forma de amarla sería el paraíso de toda una vida
en común.
Pero hay que aceptarlo, es demasiado
temprano como para andar queriendo cambiar el curso de una historia, y más
cuando de sobra sé que no soy sino un invitado que llegó tarde y sin ser
esperado, es más, sin constar en la apretada agenda a una vida que no sabía
nada de mí y de todas las complicaciones que a mi espalda y con mi presencia
acarrearía.
Además las cosas son como son y hay que
saber tomárselas como se vienen. Así es la vida, esta rara y dichosa agonía,
tan común en este tiempo, y que está regida, por lo regular, por una inagotable
suerte de conspiraciones de un cosmos perverso que se empeña en unir, atar,
desatar, apretar las gargantas, templar los amores y los odios, las
resignaciones de todos, o que simplemente nos manda de viaje al carajo, o nos
impone un pastoso sedentarismo; sazonado todo, claro está, con la infaltable
sal de la rutina, la acidez de la roña y las especerías sosas y baratas de la
mea culpa, por causa de las que,
fácilmente, pierden la cordura y el buen sentido, hasta los más hábiles y
versados conocedores de los derroteros más seguros para transitar por esta
tierra de nadie, o de muy pocos dueños. Pero eso sí, poblada de buenos y malos
ratos, como un largo rosario sin fin o principio previsible.
La verdad, por muy crudo e insoportable que
fuese, la vida no deja de ser sino esto, así duela como un garrotazo detrás de
las orejas a quien fuese el dichoso y agraciado ganador a quien le toque en
suerte el esperado o inesperado golpe.
Sea como sea, soñar no cuesta nada, y a fin
de cuentas, por algo ella está aquí, a mi lado, y soy, a no dudarlo, el ser
humano más dichoso de este planeta y sus alrededores, este amanecer junto a
Fátima, en el cual, ahora puedo sonreír de alegría, aun cuando ella, por
dormir, no me vea, ni se entere nunca.
Desde esta posición en la cama, posición
digo, ya que no puedo asumir, tan siquiera, como mío un lado de la misma, por
cuanto sería atrevido pretender que yo poseo algo aquí, y menos aún, un lado en
la cama, contemplo en silencio la lenta pero inexorable progresión de la
mañana, observo, sin poder hacer otra cosa sino resignarme, como el día con su
fatalidad gana terreno sin mayores esfuerzos en la habitación de esta, su casa
de playa, lugar reservado y distante a muchas miradas inquisidoras, y donde
decidimos refugiarnos, la noche de anoche, la primera y quizá última, que por
una suerte del azar misterioso dispusimos para nosotros cuando, Marcos, su
marido, repentinamente debido salir de la ciudad a finiquitar un muy importante
y rentable negocio para una de sus empresas, y no consiguió, por nada del
mundo, un espacio para su mujer en el vuelo de la tarde.
Sobre el televisor, un pequeño radio anuncia
en silencio, con una titilante lucecita roja, la hora, faltaban algo más de
quince minutos para que den las siete de la mañana; yo apenas distingo los
números forzando la mirada aún vestida de sueño y carente de los inseparables
anteojos que me permiten dar forma a esas gelatinosas y escurridizas figuras
que, todos los días, se empecinan en andar conmigo, o sin mí, vestidas de mil
colores.
A mi lado, Fátima duerme tranquila,
recuperándose de la agitación del día anterior, cargando energías para librar
sus cotidianas batallas, a las que asiste armada de su inagotable buen humor,
su hermosa sonrisa de hada y su coquetería ingenua que, a decir de ella se le
escapa sin tan siquiera percatarse, o sin poder controlarla, pero en verdad que
importancia tiene eso, así es ella, y así es como me flechó, no un emplumado muchachito
con el culito al aire, sino ella y su todo: su mirada que hurga en mi alma, sus
labios que reconfortan mi sed eterna, sus celos alocados que me hacen sentir
querido e importante, sus locuras que me hablan de amor y entrega, y sobre todo
de esta, su particular, manera de quererme.
Esta mujer que hoy duerme a mi lado, y de la
que no quiero despegar mis pupilas ni por un breve segundo, se ha convertido en
una especie de bálsamo que me ha tranquilizado y ha vuelto a poner mis pies
sobre el planeta, por ella he cambiado libre y voluntariamente el rutinario y
constante ir y venir de cama en cama, que me había ya casi hecho famoso en
algunos ambientes, por una dulce y tormentosa monogamia, adicta y fiel
únicamente a su cintura, al dulce sabor de su sexo cuando es mi boca quien lo
besa, a sus pechos, gemelos helados de coco coronados por esos pezones de
pasas-fresas siempre tiernas y apetitosas, por los cuales pierdo el juicio y el
control fácilmente.
Hay, si esta mujer que aquí me tiene cautivo
y sin ataduras supiera, aunque sea de oídas, todo cuanto la adoro, creo que
hasta se asustaría y me recomendaría mesura, prudencia, que vaya con tino, me
diría, ya que eso de querer alocadamente es peligroso. Que a lo mejor lo mío no
es más que una loca pasión y que es algo peregrino, que ya veré como se te
pasa, como me canso de esto y un día la dejaré, y no volveré a saber de ella,
nunca más, de seguro me pediría que la quiera menos, como si eso fuera posible.
Si supiera ella que la amo con el amor del
bueno, que en mí las acaloradas pasiones son distintas, muy carnales y no duran
ni cuarto de hora, pero es mejor dejar las cosas así, las lastimaduras no pagan
cuando salen de su boca, siempre tan sincera, siempre tan amargas.
Yo la contemplo absorto. Acariciándola con
mi mirada. Intentando abracarla toda. Integra totalidad, sumatoria de las
partes que mi boca quiere poseer, que mi lengua degustar, que mis manos ya no
resisten tantear, sentir, amar, todas las noches de miel, con o sin luna, todos
los días de sol, lluvia, paz o guerra.
Quiero conservarte por siempre mi amor,
mirarte dormir, ir o venir, ser tu puerto de embarque y tu destino a la hora
del arribo, de la llegada, sí, eso quiero, ser el constante abrazo que esperas
al llegar de tus interminables viajes por este planeta, al que conoces como la
palma de tu mano.
Si tan solo supieses que quiero ser ese por
quien debes desesperar cuando te ausentas de casa y suena el teléfono en la
mañana, ese a quien llamas, desde la habitación de un hotel, desde la carretera
o desde una calle cualquiera y cuentes sonriente todo lo que en tu mundo pasa
para que así no me preocupe y viva o duerma tranquilo.
Cómo negártelo que quisiera ser aquel
indispensable ser que podría estar, a tu vida, tan atado, tan en todo, tan de
ti, como el mar azul que baña esa larga playa de arenas blancas frente a estas
ventanas.
Ya casi debes estar al filo de despertar
para iniciar tu día, mi cielo, y pensar que es mucho lo que te espera allá
afuera, pues sé que hoy te reunirás con unos socios tuyos para poner en marcha
un proyecto del cual no me has dado sino ligeros detalles, como quien tiene
miedo de contármelo todo pues, como dices, si lo cuentas no se te hacen
realidad los sueños. Me lo has dicho tantas veces con esa sonrisa que es mejor
que cualquier argumento y a la que tanto amo.
Envidio en ti esa original manera de batirte
a capa y espada con todo para lograr, hacer, construir o simplemente salirte
con la tuya, en todo, pues así eres tú, mi hiperactiva ninfa que desafía al
oleaje, incluso en el privado mar de Poseidón, si por allí a de pasar tu barca.
Amor, imagino que si un día te quedas en
casa sin hacer nada, correría riesgo la creación entera pues, de seguro, se te
da por iniciar un génesis nuevo, a tu medida, y sin pedirle permiso a nadie, y
es que estas acostumbrada a hacer de la vida un complicado ritual de
obligaciones y compromisos en el que tú tienes, por necesidad, que ser el eje
director, todo ha de pasar por tus manos, vida, para que así te sientas
tranquilita y atareada.
Tan bella Fátima a mi lado, hormiguita de
ciudad dormidita como un tierna princesa, dulce pastelito necesario para que la
fiesta por la vida logre tener sentido en mis pupilas, en mis labios, en mi
pecho.
Hay Fátima si tan solo pudieses meterte en
mi cuerpo y sentir esto que se derrama entre el cielo y el suelo de mi
organismo, entre el dios y el diablo de mis pensamientos, entre la vida y la
muerte, entre las ganas y las resignaciones, entre la nada y la nada.
Pero te soy honesto vida, gracias a ti, mi
amor, descubro esta mañana que hay un dulce sabor a esta hora en la que sé, a
ciencia cierta, que la vida tiene un solo sentido, tú.
Duermes, y tus ojos cerrados no te delatan,
lejana, en un mundo inaccesible para mí y mi deseo de poseerte.
Dónde se encontrará ella, me pregunto, este
instante en que su silencio es roto por la acompasada respiración que delata la
profundidad de su sueño. A lo mejor va cabalgando en un banco y ligero corcel
alado que, entre nubes, le conduce a un dulce prado en el cual, su pequeña bebita,
juega incansable y sonriente. O acaso camina de mi mano en uno de aquellos
pueblitos lejanos y desconocidos, uno de esos de las postales sudamericanas
donde el tiempo parece nunca transcurrir; o quien sabe, solo sueña en que en
esta misma habitación me mira y me envuelve en un abrazo interminable cubriendo
mis labios con los suyos mientras me jura amor eterno. Cómo saberlo, si ella
está más allá de la simple y contingente física de mi pequeño mundo, de mis
pequeñas necesidades, de este amor inmenso que me salva y aferra a su sueño, a
su silencio, a su distancia y a lo que ella esté dispuesta a dar, cuando pueda,
como pueda hacerlo.
En qué o con quién soñará a esta hora tan a
mi lado, tan mía que hasta siento envidia de todo, y claro, porque no confesarlo,
el fantasma de Marcos se me viene encima y me lastima con su espada, anuda mi
garganta con sus manos, me punza por la espalda con la fría hoja de su sable,
casi hasta las lágrimas.
De sobra sé que el mundo de ellos estuvo
creado antes de yo aparecer hace casi un año en sus vidas, que de hecho sé que
soy el intruso en esta cama de dos que hoy descubre un peso diferente, un
cuerpo distinto al acostumbrado en este lado del colchón. Pero en mi absurda
madeja de sensibilidades pasta un breve instante la envidia pues, que no diera
yo por ser Marcos, ese aquel dichoso hombre que desde hace nueve largos años
degusta este instante como el mejor regalo del universo, aun cuando es posible
que para hoy, de tantas veces repetido el amanecer común de ellos, se halle, ya
para ambos, vació de contenidos, magia, dulzura y quien sabe, lo que hoy para
mí es un tibio dulzor que me expande el pecho y hace que descarriados potros
galopen por mi sangre, para Marcos y Fátima, no sería sino un despertar más, el
uno al lado del otro, de sus rutinas, de la monotonía de todos los días, todos,
durante nueve años de un constante martillar el mismo clavo que no sede
fácilmente para ningún lado.
Cómo no envidiarlo, un amanecer junto a
Fátima y quiero que sea eterno el instante, quiero hacerlo mío, sustraerlo al
tiempo y al espacio, al mundo lleno de urgencias, al mundo donde la ley del
deseo se ha venido a menos frente a otra ley, la ley del mercado, que rige
cualquier intercambio a la hora de tomarse en serio la decisión de ser o no feliz
el resto de la vida, pues siempre es bueno contrastar lo que se puede ganar o
perder cuando de por medio van, aún cuando no se quiera aceptar de forma
abierta y clara, la estabilidad, la solvencia, los hijos, los negocios, las
responsabilidades comunes, los sábados almuerzos familiares, el carro, el yate,
el apartamento, el perro, los gatos, los amigos, los cuadros, los manteles, el
cuchillo, el tenedor y la cuchara, entre tantas otras cosas.
Si
ella supiera en qué terco burro cabalgan mis pensamientos, posiblemente se
asustaría y pensaría que me hace daño, que soy un tonto y sentimental
masoquista, o quien sabe, simplemente aceptaría que no es sino humano este
torpe corazón que, enamorado, ha sabido, poco a poco, aceptar convertirse en lo
que sea necesario, a fin de intentar, al menos, ser recordado en un futuro, con
un dulzura nostálgica que termine por preguntar a las olas del mar por mi
suerte, para ese entonces, ya completamente desconocida.
Cómo me gustaría que entre la modorra de las
sábanas despierte a medias y me abrace, pose su cabecita de larga cabellera en
mi pecho y con voz de sueño me diga, te amo, que bueno es despertar junto a ti,
que bueno es tenerte a mi lado, y me acaricie el cuerpo, me llene de besos y
cariños el cuerpo y esta descosida alma que llevo a cuestas.
Mas, pequeñita y delicada, como un tierno
pichón en su nido, la contemplo dormir, moverse apenas, y me aproximo a ella
para sentir su calor, para amarla en silencio, sabiendo que es lo único que
puedo hacer a esta hora cuando sin concesiones el momento de mi partida se
aproxima incontenible.
Afuera una llovizna se precipita sobre los
altos cocoteros, la grama siempre arreglada, las estatuas de mármol, los
hermosos helechos, los frondosos arbustos en flor, generosos de cayenas y azahares,
siempre bien podados, todo en su lugar y en armonía, como es costumbre en su
mundo.
La verdad es que no entiendo para qué me he
despertado a esta hora, pues el cuerpo aún adormilado me exige unas cuantas
horas más de sueño, oigo los goterones del aguacero estrellarse contra los
amplios ventanales de ese cuarto hermosamente decorado, con la luz de la mañana
admiro el buen gusto, los cuadros del dormitorio, la pequeña salita, y afuera,
entre la lluvia y la luz, a través de las cortinas y los cristales, apenas
distingo un balcón donde este amanecer se empecinaba en no quedarse quieto,
mientras la luz roja, que se prende y apaga sobre el televisor, me anuncian que
ya poco falta para mi partida acordada y obligatoria, más allá de cualquier
sentimentalismo tonto de quinceañero enamorado de una mujer casada.
Pero no tengo quince, y lo sé de memoria, de
hecho ya casi doblo esa edad, pero este sentimiento que llevo atado al pecho,
pienso, es digno de alguien que nunca ha estado enamorado antes y descubre el
primer amor, el primer beso, la verdad revelada en el cuerpo de una mujer que
es de uno, aunque sea por una sola noche, y en ese encuentro le termina robando
el alma a uno, o mejor aún, se la he entregado sin ningún papel firmado, sin
exigencias de devoluciones, se la he entregado por completo, como quien se sabe
perdido y esa es la última bala que queda y espero, sin esperanzas, matarla y
que caiga rendida en mis brazos para siempre, por siempre mía, pero siento que
quien ha caído, en este caso, soy yo, y no sé si sus brazos puedan aguantar mi
peso.
La dialéctica del amor es, de entre los
juegos del poder, la más dulcemente tormentosa de todas las relaciones duales,
y más, cuando en ella existen terceros implicados, o en mi caso, un tercer
agregado, el amante.
Y aquí la nueva dinámica, dual a su vez,
entre ella y yo, el amante y la amada, y pensar que siempre estuve seguro que
eso de ser amante era una menester femenino, no por que esta historia de machos
haya relegado a muchas mujeres a ocupar ese mezquino mundo afectivo, sino por
la tenacidad que implica el acto en sí, por la dulce resistencia, por la fuerza
y el coraje que se requiere para no perder los estribos y un día, sin ton ni
son, mandar todo a la mierda, pero no, descubro que no, que uno también tiene oculto
en el alma esa entrega incondicional a una mujer que resulta ser para uno el
punto inicial a partir del cual se puede pretender cualquier tentativa y
amarla, y poseerla, aun cuando se sabe de sobra que las cartas están sobre la
mesa y ganar este juego es como pretender apostar al futuro con una promesa que
está siempre en veremos y en entredichos.
La verdad me da con toda su fuerza en la
boca cuando sé que el amante soy yo. Amante, curiosa denominación para
referirse a ese quien ama hasta la sombra de su sombra, mi señora, y besa hasta
el suelo que pisa la pata de su cama, por el simple hecho de ser suyo el cuerpo
que en las noches duerme en ella, sí, soy yo el amante y muchas veces, no puedo
creérmelo.
Soy y no lo niego, el que pierde el sueño
por la dicha que encierran sus palabras, el que está dispuesto a soportar todo,
cualquier cosa, y que, poco a poco, va aprendiendo a callar, a borrar lo que
lastima o pesa como una braza ardiente en el corazón que ha perdido su paso por
ir tras tuyo, mi amor.
Soy, sólo para ti, el que siempre está, sin
importar cómo, dónde, o a la hora que sea, aún cuando ya muchas veces, al
hablarte te diga todo cuanto te amo a cambio de una de tus ya comunes salidas,
“Eso es bueno”, y hasta luego.
El caso es que por muy ridículo que pueda
parecer nunca esperé ser el amante de nadie, no, yo acostumbrado como he sido a
que el mundo se muera por mí, el siempre amado, el adorado, el ese por quien
alguna vez, incluso, un par de mujeres perdieron el sueño, el habla y hasta el
timonel de su barco, heme aquí, y es curioso el destino y sus vueltas, ya que
hoy, ella, sin quererlo, ha logrado enamorarme de una manera tan fuerte que a
ratos no puedo ser yo quien soy, sino un simple conejito asustado que quiere
hacer lo mejor posible para complacerla y verle reír, a pesar de que muy pocas
veces lo consigo, mas cuando eso ocurre, la vedad es que siento como si el
cielo fuera algo tan a la mano, y que nada en este planeta podría comprarme la
dicha de esa sonrisa que me regala junto a esas palabras que, hasta no hace
mucho, me decía al oído, los te quiero, te amo, los eres importante para mí, te
necesito, te extraño, tan dulces en su boca como la miel más dulce y más.
El aire huele distinto esta mañana, es
delicado su aroma, su temperatura leve, nada puede dañar este instante, por
suerte, ya que el teléfono no ha sonado aún para despertarla, ya que supongo,
que en casa de su madre, Susan aún dormirá exhausta de tropel de travesuras que
haría el día de ayer, y que su esposo, en un cuarto de hotel, a unos distantes
y seguros kilómetros de nosotros dormirá satisfecho de haber logrado un exitoso
contrato para alguna de sus empresas.
A mi lado, ella, con su carita de ángel,
duerme envuelta en su larga melena, qué bella es, y que envidia le tengo a la vida
que me hace probar este bocado que no sé cuando vuelva a repetirse, es una
dulce primera vez y quiero que no termine, que la luz que titila a cuarto pasos
de nosotros se detenga eternamente, que ni los dioses, ni el universo puedan
influir en este pedazo de mundo, que nos dejen libre de sus leyes, que me
regalen esto para mí, para mi eterno egoísmo, para nuestra dicha.
Pero el tiempo que no es de nosotros,
vestido de roja luz esta mañana continúa su paso firme y me oprime el pecho
mientras avanza y aviva las brazas del desconsuelo.
Siento su respiración a mi lado, la miro
acomodarse despacito entre las almohadas, sus ojitos cerrados me invitan a
darle un beso a la distancia, sin hacer mucho ruido, casi sin mover las cobijas
que cubren mi desnudez me aproximo a ella para recorrer su piel delicada y
provocativa a esta hora de la mañana, sin su permiso.
No bien poso mi mano en su piel siento la
tibieza acogedora que una tarde descubrí en su oficina cuando nos besamos por
primera vez, y pensé que, bueno, esto a pesar de la increíble atracción que
sentimos desde la vez primera que fuimos presentados no llegaría a ser, sino,
una aventura de dos locos que querían jugarse la piel apostando a que nunca se
enamorarían; y heme aquí, un años después amándola hasta la empuñadura y sin
entender, qué fue lo que hizo ella para lograr penetrar en mi vida con tanta
facilidad, y ser, de una u otra manera, quien me alienta las mañanas, me sube
el ánimo y me recuerda que la cotidianidad, a su lado, podría ser, en verdad,
un paraíso germinante y siempre en flor; o todo lo contrario.
Sigo columpiando mi mano entre sus piernas,
sus nalgas, su cadera, con mi tacto redescubro una vez más la tersura delicada
de la seda con que fue tejida, puntada a puntada, esta mujer que me quita el habla,
que me roba el sueño, que domestica mi respiración con sus jadeos y mi pulso
con una simple caricia, una inesperada llamada, un beso.
Si tan solo supiera que en mí su solo nombre
es motivo de conmoción orgánica, de sonrojadas sonrisas, de un furor juvenil
que se me clava en las mejillas, las orejas y el alma.
Hay Fátima. Dulce terroncito de azúcar
caribeña, como alegras este solitario despertar, este contemplarte absorto y
enamorado, esta, siempre a destiempo, forma de amarte, de tenerte.
Mi amor chiquito, que dicha tan grande es
sentir tu calor bajo las sábanas, tu proximidad, tu cuerpo que se deja
acariciar mientras duermes y no opone ninguna resistencia; hay amor mío, como
se me van los sueños en tus labios inaccesibles, en tus dormidos ojos, en esa
mansa suspensión en que te encuentras ahora que deseo que despiertes y me
aprisiones contra tu pecho, que me asaltes el alma, que me robes mil besos, que
me digas que soy tuyo, que me mientas y me digas que nunca antes un despertar
al lado de alguien fue tan hermoso como hoy, tan lleno de dicha, tan único, tan
nuestro; miénteme por favor, mi vida, dime que me amas, que lo necesito con
urgencia, que se me cuartea el alma como las viejas paredes del centro,
sedientas de aguaceros.
Pero no, duermes y callas, no es nada
novedosa la cama compartida para ti, si hasta siento miedo cuando te acaricio,
no vaya a ser que aún envuelta en los pesados brazos del sueño, supongas estar
en casa, en tu cama y que, sin querer, me llames por un nombre que no es el
mío, pero que importancia tiene esto corazón, vale la pena cualquier
sacrificio, valen la pena todos los riesgos frente a este despertar junto a ti
y sentir tu piel, y no poder más con mi cuerpo que te reclama, que urge tu
presencia que sabe de sobra como calmar mi deseo, apaciguar este voraz incendio
que se sale de control y que no sirve para subirle grado más de lo que ya
están, a esta almohada, a estas sábanas… este momento.
Recorro ebrio de dicha las grandes
extensiones que quedan de tu piel al descubierto, aquellas que escapan al
celoso cuidado de las ligeras prendas de esa ropita de dormir que hoy usas para
mí; y no puedo evitarlo, mi mente acalorada se pierde evocando las rutas de la
noche pasada, cuando, tras asistir a la velada en casa de unos amigos comunes,
donde, luego de acordarlo, casualmente nos encontramos, bebimos, bailamos y nos
olvidamos a ratos que allí estaba un mundo de amigos tuyos y míos que,
ignorantes de lo nuestro, nos invitaban a sus mesas, nos enteraban de novedades
y chismes o simplemente brindaban con nosotros por la agradable noche, que para
mí, apenas iniciaba.
Y así pasaron tranquilas las horas hasta que
llegó el instante de despedirnos y arrancar, cada cual por su lado, según
todos, y encontrarnos aquí, en esta coqueta casita frente a la playa, donde
pensé, me esperarías con los brazos abiertos, pero no, fui yo el primero en
llegar, quizá por la prisa con que el taxista quiso deshacerse de mí, y no tuve
más remedio, sino, que esperarte a la sombra, como un ladrón que quiere robar
una presida prenda, una dulce vida a alguien que en verdad las posee y la sabe
suya.
Bastó un cigarrillo a medias consumido para
verte llegar, guardar el auto en la marquesina, ingresar a tu casa por una
entrada que desconocía, y en un santiamén abrirme la puerta grande, desde
dentro, a una larga noche, tantas veces acariciada en mi mente, en mis ansias,
en mis desvelos y desvaríos.
Y
allí estábamos, no lo podía creer, tú y yo a solas dueños de esta paz y estas
mudas paredes y su universo de muebles tan solo para nosotros erigido. Tus
brazos se enroscaron en mi cuello, como si allí encontrases una tabla de
salvación a los naufragios, a las batallas, a la rutina; como si en mí se
localizase ese punto y aparte con el cual pretendes romper, aunque sea por un
breve instante, la ley de la monotonía que aceptaste en salud y enfermedad
hasta el fin de los tiempos con una sonrisa de satisfacción, hace ya tanto,
cuando pusiste las primeras piedras al proyecto más grande de tu vida.
Me abrazas, me besas y en silencio me tomas
de la mano y me conduces a nuestro tálamo privado, lejano del mundo y sus
contingencias. Bastó llegar a esta habitación para dejar atrás los miedos, las
preocupaciones y los temores; bastó que entre nosotros no se interponga nada a
no ser la ropa que aún nos cubría para iniciar con aquella alocada carrera de
amarnos lentamente, palmo a palmo, pedacito a pedacito, sin dejar nada al
olvido o al recuerdo.
Tus labios y los míos fueron anoche la más
envidiada fruta que incitaba al más dulce de todos los pecados, a aquel en el
cual los cuerpos guardan un regusto almibarado, tibio, húmero, erguido, y
dulces. Así nuestros labios iniciaron el juego de amarnos hasta que la
embriagues común nos dejo exhaustos, rendidos los cuerpos en un abrazo antes
del sueño.
Rojos,
hincados por las ganas, por el deseo, nuestros labios fueron la puerta y la
llave que nos permitió comernos, beso a beso, mordida a mordida, jugando con
nuestras escurridizas lenguas que intentaban, entre sí, hacerse nudos, no
dejarse nunca, comerse enteras, intercambiarse, degustándome, degustándote,
aprendiendo nuestros sabores más íntimos.
Nuestras manos no podían permanecer quietas
un solo segundo, tú, tanteando mi presencia sólida a tu lado, yo desviviéndome
al recorrer tus amplias curvas, tus valles y mesetas; las ropas pesándonos
demasiado no tardaron en llegar al suelo, y desnudos, el reconocimiento del
nosotros se nos hizo más fácil, más simple, más nuestro.
Con una sonrisa te apartaste, me dijiste
espera, y entraste a la ducha sin mí, prendí otro tabaco, y salí al balcón,
envuelto en una toalla, a respirar un poco del aire sereno de una calmada noche
primaveral de un abril aún en flor. Los rumores incesantes del oleaje próximo,
llegaron a mí como una poesía eterna e inconclusa. No quise pensar en nada,
solo dejar pasar estos segundos mientras demorabas bajo la ducha lo necesario
para salir fresca y libre del día que se había amontonado en tu piel hasta ese
instante.
Claro, hubiese sido una descortesía no hacer
lo mismo que tú, cuando saliste de la ducha, cubierta por esa larga bata-toalla
que secaba tu piel e impedía el atrevido paso de mi mirada a esas formas que me
llaman por mi nombre para dejarse poseer amables, generosas, mías.
Procuré demorarme lo menos posible bajo la
regadera, pues no es bueno hacer esperar a una dama, y menos, cuando casi todo
lo que soy y me nombra está en y con ella, y no ahora, sino desde hace ya mucho
tiempo, y solo falta esta torpe coraza para que la historia se complete y quien
sabe, sea perfecta.
Salí de la ducha envuelto en una prenda de
baño gemela de aquella que Fátima estaba usando, me aproximé con felina cautela
a la cama donde ella yacía apoderada de un espacio, de unas almohadas, de unas
sonrisas tentadoras y provocativas.
Al llegar a su lado, me abrió las cobijas y
los brazos. Ven, dijo con su mirada. No pude poner objeciones. Ella era un
regalo, y la noche, el más basto territorio donde al fin nosotros pudimos ser
uno, donde no importaba nada ni nadie, donde no podían ser permitidos los
apuros de otras noches, tardes o mañanas, en las cuales alguien siempre espera
por ella, o el reloj atado a su muñeca no es otra cosa, sino, un enemigo que le
cuenta los segundos en contra, un hostil adversario que armado con su fina
mecánica me enfrenta seguro de saber que nunca podré doblegarlo, ni oponerle
resistencia.
Allí estaba ella, amable, recibiéndome como
si fuese un rey, el amo y señor de la noche. Y allí estaba yo, feliz hasta más
no poder, de seguro, convertido en la envidia de dioses y demonios que, a esa
hora, no fueron más que mudos testigos de estos dos locos y simples mortales
que hacían, por vez primera, realidad su más preciado sueño, su más larga y
ansiada espera.
Así fue como llegué y me rendía a su cuerpo,
así fue como reiniciamos el lento ritual de besos y abrazos, de un segundo
desnudarnos del todo, de amarnos del todo, ella se adueñó de mi cuello y mis
gemidos, yo solo me dejé llevar por sus labios y su deseo, yo solo era la
gelatinosa masa que se dejaba moldear a su antojo.
Besé su cuerpo entero, de pies a cabeza,
hasta perder de vista incluso el alma mía. Bebí en sus labios el suave licor de
la dicha, hasta que sus piernas me dieron la bienvenida, y descendiendo, sin
ningún apuro, posé mis instintos sobre el podado bosque de su pubis, y allí
comí, como un oso hormiguero, aquel manjar sonrosado y húmedo que acelera mi
respiración y me pierde entre el ahora y el después, entre el aquí y la nada,
entre la vida y la muerte, hasta que sus gemidos se posaron en mi espalda y sus
manos en mi nuca me exigían más y más, y mi cuerpo no cabía de la dicha en su
tensa forma, en su erección ardiente que requería de ella para ser aplacada.
Y aquí estoy, nuevamente excitado, queriendo
poseerla nuevamente, mas ella duerme tranquila mientras la acaricio y la
lucecita me dice, a la distancia, que ya me quedan diez minutos de paraíso, que
debo prepararme para partir y la pena me invade el alma y se me sube a la cara
sin que yo pueda evitarlo. Ojalá no lo note cuando despierte, pero me estoy
muriendo, yo no me quiero ir, y no hay ningún argumento que pueda evitarlo, no
tengo anclas en este puerto que me empuja a zarpar con el nuevo día.
Afuera ha dejado de llover y con más fuerza
que hace unos minutos la claridad entra por las ventanas y se adueña de todo.
Rozo mis ardientes ansias contra su cuerpo,
esperando que mis llamaradas prendan sus maderos con el mismo fuego que anoche
nos sirvió para consumirnos, ella en mí, yo en ella, ambos en un lubricado nudo
que giró y giró sobre el colchón mientras las templadas cobijas fueron a dar al
piso.
Apenas abres los ojitos y me miras, no dices
nada, el sueño se resiste a abandonarte, igual que yo, pero el se aferra terco,
apretado a tus pestañas; me abrazas, me das un beso y callas.
Ha llegado la hora, salto de la cama ansioso
de escuchar un imposible no te marches más, un quédate por siempre. Recojo las
cenizas de ayer y me visto al apuro y con desgano, no quiero hablar mucho,
quien sabe, se me rasgan las palabras a esta hora mientras me miras y espero
que entiendas lo que en mí se arremolina, no ves el nudo en mi garganta, estas
tontas lágrimas que he aprendido a tragar para adentro, y que ahora, una que
otra, me traiciona.
Te sonrío, me preguntas que qué me pasa, y
que te puedo decir, sino, “nada”, amor, nada, con esta amarga cara de resignación
que llevo ahora como traje.
Te robo un beso apurado y me marcho sin
hacer mucho ruido, esperando oír de ti algo que no llegará a salir de tus
labios, pensando en que tal vez tú
sientes esta misma desesperación, esta falta de ánimo apoderándose de todo,
esta absurda resignación que pesa en la boca del estómago, pero te siento
nerviosa o ansiosa, cómo saberlo con precisión, esperando una llamada, me dejas
ir, como habíamos acordado...
Salgo al día y su sopor mañanero, camino
apurado las largas dos calles que me separan de la estación para abordar el
primer transporte que me lleve de vuelta a mi mundo, a ese refugio en el cual
tú, de vez en cuando, vives y reinas, y eres de entre todas las prendas, la más
amada, la más esperada, y siempre, sin importar horarios, la mejor bienvenida
de entre todos los seres de este mi mundo.
Camino apurado esperando que nadie me vea,
confiado en que lo temprano del día sea nuestro escudo.
Camino abriéndome paso entre la brisa del
nuevo día. Entre resplandeciente y taciturno, silencio, con una rara herida
mortal, que sabe a eterna derrota, me despido de ti, de este amanecer junto a
ti, hasta quien sabe cuando, hasta quien sabe nunca.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario