viernes, 10 de octubre de 2014

Crónica de familia

A mi viejo, que calla y no cuenta las historias, todas, de una novela con sabor a querencia. 




Plácidamente descansaba en su delgada cama de segundo piso tras un día de agitación rutinaria, era jueves, y al día siguiente iniciaban los exámenes que darían por terminado el ciclo de estudios de su último año de bachillerato.
La tarde había sido entregada a las obligatorias lecturas, a los repasos de la materia en los cuadernos de apuntes, a los cálculos y las especulaciones de lo que podían ser los exámenes anunciados para el día siguiente.
Dormir era un buen recurso, en especial cuando se tenía un compromiso académico para el cual se sentía preparado. Así se había acostumbrado a hacerlo, en lugar de quemar pestañas durante la noche en repasos, que solamente lo dejarían exhausto, y con cara de pocos amigos para la dura prueba del día que vendría con la mañana siguiente.
Era la antesala de un viernes cualquiera, y en la calle los bohemios de siempre, entre ellos su hermano, uno de los tantos, el más alocado de todos, copa en mano brindaba por los dulces placeres de la vida, discípulo de Baco, no perdía oportunidad de festejar su paso por el mundo, a la hora que fuese, sin importarle en lo más mínimo el dónde, o el con quién, simplemente alineaba bebidas, brindis y sonrisas en una interminable hilera que desaparecía únicamente cuando eran consumidas, o consumadas, todas.
Posiblemente estaría soñando en los brazos de su rubia, en su enamoradita de varios años, linda toda ella de los pies a la cabeza, en sus labios de fuego, en sus buenas y malas intenciones, en cambiar la almohada por sus carnosos pechos, donde reclinar la cabeza era más que un gozo, el quinto cielo, las puertas del infierno.
Posiblemente se encontraba en lo más profundo del primer sueño, o del segundo, cómo saberlo. Cuando en eso fue despertado, o mejor aún, arrebatado con brusquedad de los acolchonados y tibios brazos de Morfeo.
La desdibujada voz lo instaba a salir a la calle, no ha festejar la vida, sino a salvar la de su hermano que, ebrio ya, se encontraba en medio de un pleito en proceso y del cual, a las claras, no tenía oportunidad de salir airoso.
Vicente, el Loco, como era ya conocido en el bajo y el alto mundo, en las avenidas, calles y recovecos, había iniciado temprano con su acostumbrada juerga. Tras las diez o doce cervezas de calentamiento, él y su grupete, habían pasado a beber como varones, como siempre lo hacían.
Habían iniciado la rutina del jueves a la salida de sus oficinas, los amigotes de siempre pasaban a buscarlo a la hora en punto, José Trinidad, el Tripa, llevaba la voz cantante y la guitarra amarga; Antonio Elear, el Gallo, su buen humor y la filosa lengua que no perdonaba nada, que no olvidaba a nadie; y el infaltable Jorge Gross, Fosforito, animoso y juguetón, encendedor de cuantas broncas y pasiones le pudiesen caber en el huesudo pecho, mujeriego y bohemio, poeta frustrado por el amor y las penas que heredó de una mujer que se le fue llevado, de a poco, el alma a la cama de un matrimonio que no era el suyo.
La desesperada voz que no podía elevarse al cielo, como lo hubiese querido su dueño, más por miedo del don, del dueño de casa y su temple, que por apego a la decencia, la moral y al respeto del sueño ajeno, le cayó como un balde de agua fría que lo sacó de una vez y sin medias tintas del sueño y la cama.
- ¡Ogro! ¡Ogro! Ernesto. Levántate, que al Loco lo van a matar en el mercado de arriba- Sentenció envuelto en un vaho alcohólico el Gallo, a quien la palidez se le reflejaba en la cara medio magullada por los golpes recibidos. – ¡Apúrate hombre!!! – Insistió con una voz mezclada entre la urgencia y el miedo, entre la desesperación y el agobio del saberse incompetente en estos casos, donde su endeble cuerpo se volvía una mierda, una masa de nervios, un impotente espectador incapaz de poner el pecho ante las balas y los golpes.
Ernesto era un buen muchacho, de esos que hay pocos, fraterno y desinteresado en la amistad, hijo amoroso, cariñoso y leal amante, deportista consumado en las canchas del fútbol barrial de las terceras y segundas divisiones, se había alzado con el reconocimiento de la prensa al obtener un buen sitial en las últimas tres competencias de natación por las fiestas de la Ciudad del Lago, por distraerse un poco le entró a la práctica de la lucha greco-romana y al baloncesto sin dejar de lado, nunca, por nada del planeta, sus estudios, donde figuraba siempre en cuadros de honor, ejemplo vivo en la lengua de los profesores y autoridades del colegio, envidiado y odiado por muchos, deseado por tantas.  
Doña Luz, su madre, un día que no encontraba que hacerse en casa, y como buscando pretextos para hacer algo, salió a dar una vuelta a las calles, por cambiarle el aire al encierro hogareño, optó por ir al centro, y de vuelta, pasar al colegio de su pequeño, de su último hijo, para con él, del brazo, llegar hasta la casa a la hora del almuerzo.
En las inmediaciones del instituto donde su hijo se forjaba para las lides que, dicen, aseguran el futuro, la doña se cruzó con los uniformados compañeros de estudio del colegio de su vástago. Airosos iban gastándose bromas entre ellos, hablando alto, como hombrecitos, enfundados en sus pantalones de tela negra, sus camisas blancas donde se balanceaba la corbata, negra como el pantalón, y el sweater verde olivo, donde la insignia del colegio iba pegadita al corazón con sus amarillos y azules tonos.
No pudo evitar escuchar mil pláticas peregrinas, en especial la de un par de mozalbetes que caminaban a su paso, a menos de una cuarta de ella, en la que uno de ellos callaba al otro, según su decir, toro bravo y canchero, con un reto que le salía desde el fondo del alma.
- Si te crees tan varón. – Le decía casi sonreído, pinchándole en lo más doloroso de la hombría. - Si en verdad eres tan macho, cáete a golpes con el Ogro, y luego hablamos.- Sentenció, y le enseñó una amplia sonrisa de luna en cuarto creciente.
Obviamente, la doña no tenía idea de quién ellos hablaban, pero pensó, que el mentado Ogro, debía ser un tipo malo, uno de los peores, de esos de barrio bajo, fichado al no bien nacer por la policía, uno de esos pobres diablos forjado a fuego, musculoso, caremalo, lleno de cicatrices, tatuajes, y quién sabe cuantas cosas más.
Grande fue su sorpresa cuando al divisar a Ernestito, a la salida del colegio, sus amigos, en lugar de llamarlo por su nombre, por el del santo al que ella lo encomendó, tras su nacimiento, le comunicaron la visita materna con un llamado que, a ella, le retumbó en los oídos.
–Hey Ogro, que tu madre te viene a buscar, cuidado si el bebe se pierde. – Las risas no se hicieron esperar, incluso la de Ernesto.
Se levantó de la cama, dejando el sueño pegado en la almohada. Salto de la litera tratando de no hacer mucho ruido, respetando el sueño de los viejos en la habitación contigua. Se vistió con lo que tenía a la mano, sin perder la calma, pues no era la primera vez que debía rescatar, a alguno, de los filosos dientes de la desgracia.
Marco, otro de sus hermanos, un santo a decir de muchos, que dormía en la planta baja de la litera, despertó mal humorado y con pastosa lengua, sin preguntarle nada a nadie, mandó a la mierda al mundo, y a los intrusos al carajo, por haberlo despertado a medias, y continuó durmiendo, sin inmutarse.
Ernesto terminó de calzarse unos tenis, agarrar un abrigo del perchero y a hurtadillas salir a la noche que lo recibió con una fría bofetada en la cara.
No era casual que a Vicente lo apodaran Loco, exiliado a fuerza de voluntad y pujanza de la cordura cotidiana, bailaba al son que le tocasen y mejor aún si, en las orgiásticas representaciones, de las cuales era actor protagónico, corría a raudales, cual leche y miel, el dulzón sabor de la caña macerada, el ron y el aguardiente.
Un año atrás, más o menos, posiblemente más que menos, había salvado su vida de milagro, cuando el tiro certero de un pistolero gringo, dizque enamorado, más por los efectos del alcohol, que de amor verdadero, le pasó rozando el corazón, desgarrándole el alma, por causa de una fulana que nadie había visto nunca, ni volvió a ver jamás.
Del gringo con carné diplomático nada se supo. Nadie supo de él más nunca, se lo tragó la tierra, se hizo humo, posiblemente gracias a lo diligentes que son los señores de la embajada, cuando les interesa, claro.
El pobre Loco, herido de muerte en lo más suyo, debatiéndose entre el ser y el no ser, entre el estar o dejarse ir, guardó cama, entre sábanas blancas, enfermeras, tubos, sueros, lavativas, quirófanos y diez mil torturas chinas más. Casi un mes permaneció hospitalizado sin ver el sol, sin festejar la vida. 
Coger cabeza con eso, ni pensarlo, dios lo libre y lo ampare, tranquilizarse y volver al mundo de los cuerdos, no, ni que estuviera loco, eso fue nada más que un descansito, una especie de tente en pie, claro, en este caso un horizontal tente en pie y aguántate tantito que para él se contaba como un respiro vacacional.
Al salir del claustro médico a la luz del sol, al viento de una tarde de verano, aún convaleciente de una casi firmada defunción, y con receta en mano, lo único que pensó fue en un par de buenas cervezas. Lástima que ese día no podría ser y quien sabe cuantos más, pues de él estaban muy pendientes, y al acecho, Doña Luz y Nora, su mujer que en ese instante iba rezagada, de la mano con uno de sus tres hijos, el Chinito, Luis, nieto predilecto del abuelo del mismo nombre.
Esa tarde luego de la acostumbrada ronda de cervezas en la fonda de doña Concha, y tras una buena tanda de canciones lloronas, como a Trinidad le gustaban, de esas que mandaban a sentar hasta a los más alegres y revolcarse en sus oscuras penas, canciones que coreaban todos por igual, todos con el alma en los labios, dejaron al viento inflar las velas de la aventura y surcaron con rumbo incierto a donde les quiera llevar la noche que acababa de anunciarse en los anaranjados pliegues del cielo.
Estaba previsto que a eso de las ocho, como tarde, en la acústica plaza de audiciones del municipio se presentarían, entre otras agrupaciones, la de la sensualota Susana y su Son, y las infaltables, bien contorneadas, talladas a mano, y bien vistas por todos los lados, más buenas que el pan, las siempre deseadas, Hijas del Mambo, era pues un compromiso fijado. Daba tiempo para ir a engullir alguna masita de camino a casa del Gallo, donde no vendría mal una apurada siesta si el tiempo se los permitía.
De donde Concha, pasaron a lo de Rosa y sus frituras de cerdo. Para chuparse los dedos los bocadillos que devoraron en un abrir y cerrar de ojos. Con las panzas llenas, quedaba asegurada una larga noche para la inagotable provisión de alcohólicas bebidas. De donde Rosa, a la casa del Gallo solo bastaba doblar la esquina. Allá se encaminaron.
Dormir en casa de Antonio, ni muertos, las ventajas de la soltería del llegado de provincia que vive solo y bien, gracias al jugoso sueldo de hijo, se imponían, dormir, ni pensarlo. El buen Gallo, descendiente de hacendados y ganaderos del norte, vivía de la pingüe renta mensual que le enviaban los padres, morando resignadamente en una de las casitas que la familia poseía en la capital, casi nada, pobre de él.
A no bien llegar, sin dejar que el frío de la noche se les salga de los hombros y la ropa, antes que el último de ellos llegue a sentarse en el amplio sofá o a tirarse en los cojines del suelo, el anfitrión ya había abierto una botella de ron, uno de los buenos, de esos traídos directamente de las tierras calientes de este planeta y lo servía copiosamente a los comensales que tenían desde esa hora ya sus ojos clavados en las piernas, las tetas y el redondo culo de las muchachas que se presentarían en un par de horas en la acústica plaza de las estrellas.
En la calle, las farolas alumbraban las aceras y el adoquín de las vías con su amarillento y enfermizo tono, muy pocas personas y automóviles circulaban ya por esa zona, no debía ser aún muy noche, pensó, e inmediatamente miró su reloj, faltaban diez para la una de la mañana.
Junto a él, desesperado, ebrio, tambaleándose a ratos, con claras marcas de combate reciente y con la ropa ligeramente sucia, iba Antonio, quien hablado, más para sí, que para nadie, lo apuraba con un relato desordenado de los últimos acontecimientos, mientras caminaba midiendo las aceras de un lado a otro.
Ernesto seguía a buen paso el zigzagueante caminar de su compañero, pero no se apuraba mucho, estaba ya habituado a este tipo de relajitos y a los apuros de borrachos en aprietos, sabía que todo esto no pasaría de ser una pelea callejera y que entre el Fósforo, el Tripa y Vicente se arreglarían bien con cuantos se les cruzasen al frente.
El ron sabía bueno, como siempre, y acompañaba de la mejor manera a mantener el ambiente de fiesta a los reunidos en la casa de la familia Elear. Bromas iban y venían, carcajadas, mentadas de madre, de todo se filtraba por los cristales hasta la calle donde moría ya la luz del día e iniciaba a reinar la humilde luz eléctrica del alumbrado público.
Había que controlar el tiempo, no sería bueno llegar tarde a la cita fijada con las muchachas en la tarima, además querían salir temprano para ganar un buen sitio en primera fila, para que, si fuese del caso, y por maldad del diablo, a una de ellas se le ocurriese caer, caiga en los brazos de uno de ellos.
El único que tuvo la dicha de refrescarse en la regadera tibia y cambiarse de ropa para salir a la noche fue el dueño de casa, Gallito, nuevo, oloroso y perfumado; el resto lo único que atinaron a hacer, fue a dejar los maletines llenos de trabajo y papeles junto con las corbatas rendidas por los suelos. Los más urgidos aliviaron el cuerpo y partieron rumbo a la seductora ruta de una virgen noche que se abría como flor, todos con una sonrisa de oreja a oreja, y dispuestos a torear el toro que les toque en suerte.
Gross y el Tripa no dejaban de tirar puyas y dardos venenosos a la elegante figura del Gallito, quien con su sangre espesa no se daba por enterado, y como ignorado, para provocar, no devolvía las galanterías a sus amigos, los ignoraba de plano, abofeteándoles las narices con su aroma a baño y colonia fina que, de seguro, era un buen anzuelo para cualquier hembra, y de las buenas.
Caminaban las cuatro figuras altivas, gallardas iban abriéndose paso por la noche, nobles caballeros de la mesa cuadrada, caminaban sosegados cruzando casas y calles, botella en mano, prestos a cualquier desafío, a luchar cuerpo a cuerpo con dragones y princesas, con princesas de preferencia. Apretados se los veía pasar rumbo a la acústica plaza municipal, confundidos entre todos, idénticos a cualquiera de los peatones que a esa hora pueblan las calles de vuelta del trabajo a sus dulces y tibias casas, o rumbo a cualquier parte, de la mano con las novias o los amantes, con los maridos del brazo.
Media ciudad se les había adelantado a su llegada. El escenario sin estar lleno del todo ya albergaba a más gente de la que ellos, precavidos caminantes de la noche, guerreros de armadura blanda, esperaban y habían anticipado en predicciones y cábalas de corcholata.
Sin perder el ánimo, ni aflojar el temple, buscaron un lugar que ofreciese despejada vista hacia la tarima, no tuvieron que andar mucho, a la derecha del tumulto que se agolpaba en las primeras filas había espacio de sobra para el grupo, que optó por sentarse en la grama hasta que los técnicos del sonido y las luces, comprueben que todo estaba a punto y dieran paso a las estrellas de la noche y sus suculentas figuras.
Dos ligeras rondas, a lo sumo, duró la botella que terminó en el vientre oscuro de un gran basurero, espantando a las moscas gordas que dormían allí dentro. Vicente, como siempre, con dos tragos arriba perdía las cortas riendas del deber, o mejor aún, las cambiaba por las largas y laxas bridas del beber, por ello al dar por muerto al ron, partió con conocido rumbo tras una nueva damajuana, quizá no tan buena como la anterior, pero respetable para él y su séquito.
Al llegar nuevamente junto al grupo, en la tarima ya el presentador oficial pedía la atención de los presentes, era uno de esos babosos que se creen semidioses por ser dueños de una carita linda de cromito de telenovela, y  por tener la suerte de posar su exiguas nalgas en los sillones frente a las cámaras televisivas donde no paran de hablar más mierda que la necesaria y se creen eruditos a la hora de aconsejar al mundo la mejor manera de llevar una vida digna, uno de esos bebitos de vanidades que matan a las quinceañeras con un lance y un pestañeo, allí con su ropita planchada y a la moda, daba lengua al micrófono anunciando el gran espectáculo que estaba por iniciar.
Los chiflidos no se hicieron esperar, y el Loco, desgraciado como siempre, agarrándose los guevos con la mano libre, ya que de la otra no se desprendía aún la botella, le gritaba al pobre muchacho que él, su padre, le iba a enseñar a ser varón, costase lo que costase.
- Maricón de mierda, que mal me cae ese desgraciado, es como un golpe al hígado, si no es por las mujeres que están buenas, me largo de aquí a casa, aun cuando me toque chuparme la bronca con Nora – Decretó el Loco con una sonrisa, mientras se disponía a abrir la botella y como quien acota, terminó por decir, ya en tomo más calmado y como para los amigos, –Nora o la botella, la botella o Nora. Diablos que dilema...- e inició a servirse en un vasito plástico, el primer trago para sí mismo, y tras saborear concluyó. – Bueno, que Nora espere.- Y sonrió como a nadie, como a la noche, como si tuviera a Nora enfrente.
De un momento a otro los conjuntos musicales calentaron el ambiente y los ánimos, la mayoría de los que llegaron hasta el lugar fueron acompañados y se veían gozando a todo lo que les daba el cuerpo con sus parejas, unos abrazados y tratando de moverse en la apretada masa frente a la tribuna y otros, algo más libres bailando e improvisando pasos al son que se imponía desde la tarima, gracias a las orquestas que hacían su presentación con una entrega única, claro, de primero no sueltan las mejores presas a los lobos hambrientos, por las musas, por las divas, había que esperar.
No sin disfrutar, como todos los allí citados, el cuarteto se encontraba ya en medio de un mar de gente que se peleaba por alcanzar un buen lugar para presenciar el espectáculo, ellos se habían ya asegurado la posesión de un territorio inalienable, por el cual, de ser necesario, hasta derramarían sangre, si a alguno tan solo se le ocurría arrebatárselos.
No era un beber desesperado el que tenían, lentamente consumían la segunda botella de la noche para dar tiempo al deleite y la contemplación. Y es que claro, quien no se quedase boquiabierto contemplando ese desfile de mujeres, una más buena que otra, debía de chequearse, a ojos del cuarteto como que no hacía falta esperar a que las cantantes suban al escenario, eran sobradas y abundantes las chiquillas pizpiretas que, alocadas como mariposas de la noche, deambulaban por allí, de a dos, de a tres, en manadas, si al caso, alterando los sentidos de quien sea, y más de esos cuatro mosqueteros siempre en celo. 
Al rato subieron las esculturales cantantes con sus torneadas piernas, sus frondosos pechos, sus redondos y redomados culos, al escenario. No bien estallaron los acordes toda sus estructuras corporales iniciaron a moverse al son de la música, y con ellas, de un lado a otro, los ojos de casi todos los allí presentes, sin importar su condición o definición sexual, todos y todas, locos y locas, por alguna razón se perdían en la contemplación de aquellas divas, sus pasos, del ritmo llevado en las cinturas, las piernas, las leudadas caderas, pero, sobre todo, en los solemnes y provocativos culos que estaban tan a la mano y a la vez tan distantes.
Pasaba apenas de ser las 10 de la noche y el friíto se había sembrado ya en los alrededores de la plaza donde el espectáculo estaba en sus buenas. La música sobrepasaba las barreras de cemento y ladrillo desparramándose por los alrededores donde deambulaban aún muchos peatones, bohemios, poetas enamorados de la luna o de un farol con sabor a historia y esperas. Locos, vagabundos, mendigos de sonrisas y moneditas, fumones, borrachines alegres, pillos de primera y segunda categoría, o simplemente jóvenes y viejos enamorados que caminaban de la mano, como confirmado que es posible creer en la existencia de la totalidad encontrada, del compromiso de soñar despiertos, de ser felices aun cuando luego se parta el mundo y el alma se vaya al carajo, o a la mierda que es lo mismo; todos, pasando sin detenerse mucho a contemplar el lento devenir del tiempo, simplemente dejándose llevar, pasan y se perdían al doblar alguna esquina o en la oscuridad de la larga noche.
Dentro; el ruido, el baile, la alegría generalizada era lo que se imponía, mientras que, a un lado de todos los congregados, los cuatro jinetes, domadores de noches y botellas, ya habían olvidado a las actrices del escenario, cambiándolas por un par de lindas y coquetas muchachitas que reían con ellos, de sus locuras, de su alegría, de las ganas que les despertaban y que se les notaba, de pies a cabeza, en cada movimiento.
Trinidad y Gross, como era costumbre en ellos, y gracias a la habilidad de sus lenguas, habían conquistado en poco tiempo la atención de las dos mocitas, quienes sin querer o queriendo, poco a poco, limpiaban el terreno a los raudos corceles que pretendían ingresar en sus fortalezas a saquear lo que encontrasen, o a quedarse dentro, si eran bien recibidos, y el banquete les satisfacía por completo, cómo saberlo.
Vicente más interesado en disfrutar de su soltería transitoria y efímera, que del par de jovencitas, y con el alcohol dando vueltas por su cabeza estaba desesperado por salir de allí, y no para ir a casa obviamente, sino porque a su gusto ya había visto lo suficiente y empezaba a aburrirse, por lo cual instó a los compañeros de batalla a abandonar la plaza, enfundar las espadas y partir en busca de nuevas aventuras, solicitud que fue aplaudida por Antonio que no había llevado ningún agua a su molino por quedarse colgado de los labios de la sensual Susana mientras, según él, le dedicaba todo su repertorio.
Fue ardua la tarea de convencer a los engolosinados conquistadores de salir de allí, así que sin otra opción más que solicitar a las damiselas que los acompañasen, el grupo, con las nuevas integrantes abandonó el concierto y soltaron los velámenes al viento, rumbo a algún lugar más tranquilo y menos concurrido, algo más íntimo, donde charlar, bailar, sentarse tranquilos y beber hasta perder lo que sea necesario, antes de volver a casa.
Los misioneros al rescate de los compañeros en apuro doblaron la esquina, donde se encuentra la despensa del viejo Ramos, frente a la escuelita Cuba, y a no bien salir a la bocacalle, tres cuadras arriba, la gente se agolpaba tras las mallas que resguardan el mercado de los amigos de lo ajeno, no eran muchos, pero para la hora, eran un grupo inusual.
Antonio y Ernesto apretaron el paso, y casi a la carrera llegaron hasta confundirse con los mirones y las doñas que no se despegaban del enrejado, como quien no quiere perderse nada de lo que allí dentro ocurría.
Entre las sombras se veía un movimiento inusual de cuatro, cinco, o quién sabe cuantos tipos más, los que estaban enfrascados en una pelea de grandes proporciones, no se distinguía con claridad a nadie.
Del interior únicamente llegaban a la calle los sonidos de golpes, las quejas, el caer de algún cuerpo al suelo y de pronto, un ligero clamor de ayuda que en los oídos de Ernesto se transformó de inmediato en una orden imperante.
Subieron las cortas escalinatas que dejan atrás el ruido y la música, iban los cuatro, unos más entusiasmados que otros, parloteando alegremente con Leonora y Beatriz, ambas mozas lindas, menuditas, ligeritas como para llevárselas a cualquier parte, caminaban sin rumbo fijo, la idea era llegar a algún bar de paso, beber un par de tragos e intentar prolongar la noche lo más que sea posible, en especial los tres solteros que no tenían ningún perro que les ladre, nadie quien los espere, y por tanto, disponían de todo el tiempo del mundo para hacer, y deshacer, sus vidas.
El día siguiente sería un viernes ligero. Trabajo a medias, resaca asegurada por todos los costados, no había por qué preocuparse mucho, a fin de cuentas ya cada uno era dueño de su vida y podía disponer de sus tiempos como mejor le pareciese.
Vicente era de entre ellos el más animado, apuraba al grupo, piropeaba sin distinciones a ambas jovencitas que, del rubor inicial, habían pasado ya al simple sonreír a boca llena que las hacía ver más lindas, más deseables, más coquetas.
Al poco llegaron al nuevo bar de moda, próximo al mercado, en el vecindario donde estaban las casas de todos,. El ambiente se sentía bueno, acogedor y como siempre, estaba concurrido hasta las banderas. Sonaba una buena y acogedora canción de moda, y sin más, pasaron al tibio interior, oloroso a cigarrillo, perfumes, alcohol y especialmente a hormonas.
En la pista de baile se apretaban los cuerpos con las luces, la sensualidad de los movimientos de muchas parejas ponía alerta hasta al más despistado, llevadas de la mano, José y Jorge sacaron a sus niñitas a bailar, a confundirse en ese fragoroso batallar justo cuando iniciaban a sonar un buen merengue, de esos que se bailan pegaditos, apretaditos sintiéndose, el uno a la otra, hasta el alma y quien sabe algo más.
Con las bebidas servidas en la mesa, Vicente y Antonio, se relajaron mientras las nuevas parejitas se deshacían en complicados pasos de baile, los que a decir del Loco, eran mucho para sus años, y más para su ebriedad; y no es que fuese un viejo, a duras penas llegaba a los treinta, pero si algo era cierto es que había bebido lo suficiente como para mandar a la cama a cualquier mortal, pero él continuaba casi intacto, apenas arrastraba la lengua al hablar, fuera de eso, quien lo veía hubiese jurado que, cuando más dos o tres tragos eran los que llevaba adentro.
El Tripa no era un mal bailarín, disfrutaba de la música, sentía su ritmo metiéndosele hasta lo más profundo de su sangre, como un raro escalofrío se le subía por los huesos, posiblemente por eso de su origen negroide, del cual, demás está decir, se sentía orgulloso. Sin perder el ritmo, apretaba, soltaba, tiraba, lanzaba, giraba y volvía girar, siempre con una sonrisa enorme donde lucían mejor que nunca sus dientes más blancos que la leche; con él Leonora bailaba sin perderle el paso jamás, era buena la muchachita y tenía un cuerpo que levantaría hasta a los muertos de sus tumbas.
Alrededor de ellos algunas parejas habían perdido el ritmo o simplemente habían dejado de bailar para extasiarse contemplándolos, intentando captar sus movimientos para, quién sabe cuándo, ponerlos en práctica y ser ellos las estrellas de la noche.
José no le daba mucha mente a los mirones, él disfrutaba tanto bailar que no era raro verlo en bares o fiestas bailando solo si no encontraba con quien hacerlo, muchos de sus conocidos le solían molestar diciéndole que a él la pena se le iba con la música, que no bien escuchaba algún sonido tropical, se le subían los antepasados a la cabeza y que él no era él, sino un emplumado brujo de alguna de las tribus africanas quien lo poseía; él simplemente reía.
Más hacia lo oscuro, y procurando no llamar mucho la atención, Jorge bailaba apretado a la rubia Beatriz, quién sabe cuantas cosas le decía a la oreja a ese primor de mujer, quién sabe los cuentos que se inventaba ese desquiciado pirómano del amor, lo que fuese daba resultado de inmediato la mocita no le quitaba los brazos de arriba, lo miraba con ojos cada vez más enamorados, atentos, tierno corderito que va tranquilo al matadero, parecía la princesita.
El Fosforito era un maestro en esas lides, sabía de memoria todos los caminos y atajos, conocía las palabras claves y las usaba sin discreción alguna, cebaba siempre sus anzuelos con la mejor miel y las más tentadoras carnadas, para no fallar jamás, no era un tipo lindo, a duras penas llamaba la atención en la calle, pero su voz de galán, de locutor de radio, le ayudaban soberanamente con las conquistas.
En estos menesteres a Gross se lo veía siempre seguro de sí, a la que ponía en la mira, sucumbía en sus brazos. No tenía miramientos ni reparos con ninguna. No le daba mente a nada. Solteras, viudas, casadas y divorciadas, desfilaban por sus brazos y por su cama; ni la edad le importaba mayormente; como justificación solía decir que “lo que Dios da, debe ser siempre bien recibido, decir gracias y callar la boca”. Discretos como él, muy pocos, de su vida y sus hazañas solamente los más íntimos conocían, y no todo.
Para él la actitud de casanova había dejado de ser un simple juego de conquistas, para convertirse en su vida. Ya una vez apostó el alma y el corazón, y los perdió para siempre, no lo haría más nunca, juraba, por la memoria de su santa madre. Quien aún viva, rosario en mano, debía esperar en vela su llegada, para así poder dormir tranquila, sabiendo que el hijo pródigo, de vuelta en casa, dormiría a salvo del mundo y sus tentaciones.
Apretada contra el cuerpo del Fosforito, Beatriz cedió poquito a poco. Las expertas manos de Gross escalaban las redondas nalgas de la muchacha mientras los comunes labios se buscaban como dos sedientos caminantes que descubren un oasis en la boca del otro.
Como de la nada aparecieron cinco tipos que arrebatando a Beatriz de los brazos de Gross lanzaban improperios, puteadas y amenazas subidas de tono, que sobrepasaban el sonido de la música y que indiscutiblemente llamaron la atención de quienes hasta ese instante bailaban tranquilos en la pista.
En torno a ellos se dispusieron los que, hasta ese instante, estaban felices, disfrutando de la noche y el baile, contemplando, sin entender lo que pasaba, mirando como arrebataban de los brazos de Gross, aquel pedacito de cielo, aquella noche había encontrado.
Dos de los cinco hombres que arrinconaban a Gross contra una columna próxima a la barra del bar eran hermanos mayores de Beatriz. El grupo aquel acaba de llegar al bar, quien sabe si por casualidad, o por malas de diablo, lo cierto es que descubrieron a la pareja fundida en un beso largo, de esos de telenovela, lo que debe haberles chocado de por sí, pero además, y para colmo, con un hombre que tanteaba libremente el dulce y redondeado culo de su hermanita.
Sabiendo como son de celosos los hombres de esta tierra con sus mujeres, de seguro esa visión les disparó la sangre a la cabeza, no lo pensaron dos veces y se abalanzaron en cerrada formación de ataque contra el abusivo asalta cunas que tenía entre sus brazos la más preciada prenda de la familia.
Beatriz buscó a Leonora y la sacó casi a rastras del bar, se perdieron en la noche como dos fantasmas. El Tripa no supo lo que pasaba sino hasta que el bullicio contiguo le llamó la atención, mientras veía a las dos chicas perderse tras el umbral de la puerta que daba a la calle.
Vicente y Antonio no tardaron en reaccionar frente a los acontecimientos, no bien inició el pleito abandonaron sus cómodos asientos, y sin mayores atropellos llegaron a pararse a las espaldas de los tres hombres que escoltaban a los hermanos furibundos que, a empellones, amenazaban al Fósforo, quien, a juzgar por su cara, aún no se enteraba de lo que estaba ocurriendo y cómo había ido a parar en medio de aquella refriega, sin haber sido convocado.
Abriéndose paso entre las parejas que habían formado un semicírculo en torno a la contienda, Antonio se parapetó junto a sus compañeros y no tardaron en lanzarse a socorrer a Gross del barullo y los empujones.
Los bravos advenedizos lanzaron el primer golpe que con facilidad esquivó Gross en el instante mismo que la música dejaba de sonar del todo y Andrés Mafra, el dueño del bar y amigo de todo el mundo, se paraba en sus talones en medio de la pelea instando a los revoltosos a salir a la calle a limar sus ásperas diferencias.
Los putamadrasos y las acusaciones poco decorosas sonaban con estruendo, Mafra, con su cuerpo de oso no aceptó razones ni nada, del brazo, cual si fuesen dos plumas, sacó a la calle a Gross y a uno de los hermanos, el que por su aspecto parecía ser el mayor y el más furibundo.
Tras ellos salió la comitiva alistando las armas, desenfundando las espadas, calzándose los guantes, sabiendo que la honra de los hermanos de Beatriz solamente sería lavada con sangre y golpes.
A la luz oxidada de las farolas de la calle el pleito se armó en grande, cinco contra cuatro, nadie se metía, en la esquina del mercado, junto al portón principal los dos hermanos se fajaban a golpes con el Fósforo, mientras los tres mosqueteros contenían a los acólitos que demostraban ser buenos para esas lides. Poco a poco, el combate se fue introduciéndose al mercado, cuando el primero en caer fue el Gallo, a quien dejaron sentado en la calle mientras cerraban las puertas de acceso al mercado y la pelea subía de tono en el interior del enrejado.
Antonio se incorporó casi de inmediato, intentó entrar a la lucha y se dio con las puertas cerradas con candado en las narices, no lo pensó dos veces, debía buscar refuerzos, se sacudió la desaliñada presencia y casi a la carrera bajó las calles hasta llegar a la casa del Loco Vicente.
El pedido de ayuda le retumbó en los oídos y la sangre, se separó unos pasos de la malla de más de tres metros de alto y como si se transformase en uno de esos súper héroes de tira cómica, de un brinco subió a la malla y cual un arácnido la trepó sin ninguna dificultad, desde lo alto, sin pensarlo dos veces se lanzó al vacío, se incorporó y a la carrera se mezcló en aquel duelo.
No bien ingresó tumbó a uno en un santiamén, mientras descubría en el piso a su hermano, magullado, sangrando por la boca rota en flor, -Ernesto, ayúdame- atinó a decir el Loco, con palabras ebrias desde el suelo al ver la contundente presencia del hermano a su lado.
-Me pegaron Ernesto, me pegaron unos hijueputas, ayúdame hermanito, ayúdame –no pudo seguir más, se le fueron las lágrimas y cayó rendido.
Ernesto a pocos metros vio otro cuerpo en el suelo y se aproximó a él, era un desconocido y no le prestó atención, adelante Gross y el Tripa recibían más golpes que una tambora en fiesta, tres tipos les tenían a su merced, Ernesto no esperó ser invitado, se les fue encima como un camión sin frenos, al primero que tuvo a mano lo agarró del cuello, lo llevó a su alcance y de un par de golpes lo sentó en el piso.
A esa altura de la refriega los cuatro mosqueteros habían sucumbido junto a los dos hermanos de Beatriz y uno de sus acólitos, los otros dos, al parecer conocedores de la fama del Ogro, a no bien verlo, tras tirar al piso al mayor de los buscapleitos, pusieron pies en polvorosa y desaparecieron sin presentarse a la batalla, sin dejar rastro de su existencia.
Ernesto recogió a los estropeados combatientes y en hombros, de uno en uno, los sacó a la calle, tras hacer bolar el candado del portón con el golpe certero de un tubo metálico que encontró en el camino.
Ernesto sacó en andas a Vicente, luego a Gross, montado en un hombro, mientras Trinidad salía ya por sus medios, caminando, casi al desfallecer, a su lado. Cuando salieron a la calle, Ernesto evaluó la situación, no se veían tan mal como esperaba, el más golpeado era Vicente, que de lo ebrio que se había puesto estaba a un paso de dormirse y no darle mente a sus magulladuras, observó que las lastimaduras en la boca habían dejado de sangrar, y lo mejor, pensó, sería llevarlo a casa para que lo laven y lo metan a la cama.
Llamó al Gallo y le encomendó la tarea, a lo que no de tan buena gana aceptó, si lo hizo fue más obligado por las circunstancias, que por dar una mano al amigo caido en desgracia, ya que el Gallo sabía que si la pelea que acababa de terminar fue grande, la que le esperaba donde Nora era, con las diferencias del caso, sino igual, mayor que esta.
Levantaron al Loco de la acera y con uno de los mirones comedidos, posiblemente uno de los conocidos del Gallo, llevaron, terciado en los hombros, a Vicente, calle abajo hasta su casa.
Gross sangraba por la nariz y se quejaba del dolor, tenía asegurado un ojo morado para mañana por la mañana, y quién sabe cuantas cosas más. Lo levantaron Ernesto y José, pararon un taxi que de casualidad y como caído del cielo pasó justo por allí y en él se fueron los dos heridos.
Quedó solo Ernesto limpiándose las manos en el pantalón y dispuesto a ir a dormir a casa lo que quedaba de la noche para rendir su examen a la mañana siguiente.
Terminado el circo, comenzó a abrirse paso entre la gente que quedaba, ya con la mente enredada en sus cosas, en su rubia, en la noche buena para salir a andar, o quien sabe, pensando en nada o mandando a la mierda a estos borrachos que no tienen oficio y se creen súper hombres cuando el alcohol se les sube a la cabeza.
Posiblemente iría preguntándose en el porqué de la pelea, en cómo fueron a dar allí dentro, cómo saberlo, en eso estaba cuando al salir a la esquina del mercado se dio de frente con un gorila nuevo en el barrio, un boxeador profesional, de esos que son el terror de todo el mundo, corpulento y desafiante, quien lo tomó del brazo, y sin más, clavándole la mirada en los ojos, le soltó cual si fuese un bofetón, una pregunta con sabor a afirmación.
-Con que tú eres el famoso Ogro López. - Dijo burlón. Y continuó. –Sabes, me quiero caer a los golpes contigo.
Sin perder la compostura, ni huirle la mirada, Ernesto respondió al desafío con palabras que le fluían como un seguro manantial del curso a seguir.
-Mira, en primer lugar, cuando tú te refieras a mí me tratas de usted y de señor. Para ti Señor López, entiendes.- Le dijo con voz templada y sin alterarse, y prosiguió sin mostrar el menor temor en la mirada. -Si en verdad quieres pelear conmigo, pues así sea, pero como entiendo que tú eres un caballero me permitirás amarrarme el pasador del zapato antes de caernos a golpes. ¿De acuerdo?-
-Adelante.- Respondió el fortachón, seguro de hacer puré a ese mocito que a duras penas le llegaba al mentón y se veía frágil y delicado a su lado.
Ernesto puso una rodilla en la acera, y fingiendo amarrar el cordón, agarró una piedra que estaba a su alcance, le cabía perfectamente en la mano. No lo pensó dos veces. Se incorporó. Lanzó la pierna derecha hacia atrás, como para soportarle el peso, y sin decir nada lanzó un certero golpe a mano llena a la mandíbula del gorila que apenas estaba cuadrándose para iniciar el combate.
Un solo golpe bien calado fue suficiente para ver caer al King Kong desafiante al piso cual un saco de patatas. Ernesto dio media vuelta y se marchó sin siquiera percatarse del nuevo tumulto que se había iniciado a formar con la anunciada pelea.
Al llegar a la puerta de casa sintió que le dolía la mano, y sólo allí vino a caer en cuenta que aún llevaba la piedra bien sujeta, y que era la presión que ejercía sobre ella lo que le estaba produciendo esa sensación incómoda. Se deshizo de ella de inmediato arrojándola al medio de la vía, y entró a la casa presintiendo que la acogedora temperatura de la cama debía haberse perdido hace rato y que ahora con la adrenalina al mil le costaría algo de trabajo dormirse de inmediato y que a la mañana le iba a dar trabajo despertarse para ir puntual al colegio.
Sonrió para sí, mientras ingresaba al dormitorio, y entre dientes dijo al viento, mientras lanzaba el pantalón a los pies de su cama de segundo piso. –Vaya nochecita, las de Caín he paso...- Se metió en la cama y al poco se durmió profundamente.
Doña Luz lo despertó, como todos los días de colegio, un cuarto para las seis, ignorando aún los sobresaltos de la noche anterior. Cansado se levantó y fue a ducharse mientras su madre preparaba el desayuno. Se calzó el uniforme, pantalón negro, camisa blanca, corbata negra, igual que el pantalón, y el sweater verde olivo con la insignia del colegio pegadita al pecho, sobre el corazón que le latía tranquilo.
Desayunó casi sin apuros, agarró la mochila con los útiles, se despidió de su madre y de su padre, quién se apresuraba para no llegar tarde al trabajo, y bajó las escaleras que daban a la puerta de calle pensando en el próximo examen, repasando fórmulas y números en la cabeza como para ponerse adelante a los acontecimientos que, ese día de sol y cielo despejado, se sucederían en poco tiempo.
Abrió la puerta, y a no bien salir a la luz, observó que desde la esquina, bajaba con dos amigotes, el oso aquel que lo había retado a duelo la noche anterior. El alma se le fue al suelo, una sensación de frío y vértigo se le clavó en el cuerpo y le descendía por el pecho, los cojones, las piernas, los pies y se le iba más allá de la suela de los zapatos.
Miró la piedra en media calle, y solo pensó que de esta, no le salvaría ni el Papa, que ahora, a la luz del día, y en la puerta de su casa, el gorila ese, lo haría añicos, que lo rompería como papel periódico, y que nadie vendría a ayudarlo.
Se quedó parado en la puerta sin saber que hacer, pensando en que bien podría retroceder, entrar a casa y cerrar la puerta, dejarlo pasar y listo. Pero no, mejor enfrentar lo que deba ser, además ya lo habían visto, pensó, y eso de ir a meterse en las faldas de la madre como que no le pegaba.
Se quedó parado esperando al gorila y a sus compinches, aguantando los nervios, cagándose del miedo.
Cuando ellos llegaron a su altura, el boxeador experimentado le lazó una ligera mirada a los ojos y lo saludó con calmada voz. –Señor López. Cómo esta.- Y pasó de largo sin esperar respuesta.
Se dejó caer contra la puerta.
–Bien... Bien... Atinó a decir, mientras soltaba el aire contenido en los pulmones y dibujaba una sonrisa para sí, pensando que ese sería un buen día, un viernes de lujo que nada ni nadie podrían ya echarlo a perder.

Se arregló la corbata, frotó sus manos entre ellas, y marcho a cumplir su deber de estudiante. Bajó a la acera con la frente en alto, como su padre le había enseñado, y se perdió calle abajo entre la gente que a esa hora se apuraba por no llegar tarde a la obligatoria rutina de ese último día de semana.