domingo, 12 de octubre de 2014

Competencia



La tensión se le acumulada en los músculos de las piernas, en los brazos, el cuello, en todo su esbelto cuerpo, esa sensación le hacía sentir como una bala a punto de ser disparada, solo hacía falta que el martillo dé en el punto exacto del detonador, y ya nada lo detendría, claro, en este caso, él era una rara especie de bala en traje de baño que, desde el puesto de largada, esperaba a que el silbato diera la señal para lanzarse al agua, y dar así, todas las necesarias brazadas, hasta conseguir el ansiado primer lugar del Campeonato Intercolegial de Natación, por el cual tanto se había preparado desde hacía más de un año.
Desde el graderío, un ruido confuso de voces se escuchaba alentando a los diferentes competidores que, junto a él, se disponían en los diferentes andariveles y que, como él, adoptaban posiciones previas a la señal que marcaría el inicio de la competencia.
El agua estaba clara, como la mañana. La supuso ligeramente templada, por los leves vapores que en la superficie, casi inmóvil, se observaban. Los ligeros destellos de luz reflejándose en las ondas diminutas de esa larga piscina lo ayudaban a concentrarse y lo invitaban a sumergir su cuerpo en ese medio que, para él, era la posibilidad certera de liberarse del peso y flotar como lo hacen los cóndores en las alturas del cielo.
La tensión se acumulaba no sólo en su cuerpo sino en el ambiente y los segundos se hacían horas interminables.
Miró a ambos lados y solo vio un grupo de jóvenes que, a diferencia suya, no llevaban un traje de baño nuevo, es más, ninguno de ellos llevaba traje de baño, nuevo o viejo, todos usaban los shorts de los uniformes de educación física de sus respectivos colegios, que a diferencia del suyo, eran instituciones del Estado.
De entre todos él era el único rubiecito de ojos azules, el resto ostentaban su piel oscura y cobriza, sus rasgos fuertes, labrados en piedra, todos, a simple vista, indicaban su descendencia indígena y humilde, él era el lunar blanco de esa competencia, el niño lindo de los bucles de oro.
En ningún pecho, a no ser el suyo, esa medalla cobraría su valor verdadero, adquiriría su verdadero sentido.
Sus compañeros y compañeras de estudio, todos y todas tan lindos como él, tan perfumaditos como ninguno, lo alentaban y estimulaban, Él los escuchaba, incluso sobre el griterío general. Todos lo aclamaban, en especial el grupo de sus amigos más íntimos, quienes llevaban al cielo su nombre. A todos les sentía como a su espalda, y distinguía claramente los tonos de voz de cada uno de ellos.
En el punto más alto de la espera y la tensión, sonó por fin el silbato, y sin pensar en otra cosa que en su medalla y la gloria, se arrojó al agua en un clavado perfecto, sintió junto a él los otros cuerpos ingresando a la piscina, rompiendo el agua sin delicadeza, soltó el aire que había contenido en sus pulmones al salir a la superficie e iniciando con la derecha, marcó el ritmo de las brazadas con que aseguraría su sitial en el podio de los triunfadores.
Una, dos, tres brazadas, soltar el aire, una, dos nuevas brazadas más, respirar.
En el fondo de la piscina una larga línea azul de baldosa le indicaba el rumbo correcto a seguir, para él eso no era ningún problema ya que sus anteojos de natación se lo permitían de la mejor manera.
Entre brazada y brazada, y en lo que podía mirar, no veía a nadie a su lado, sabía que iba primero, esa era una certeza que no tenía lugar a ser rebatida, además, se lo confirmaban sus amigos, ya que cada vez que sacaba la cabeza para respirar los escuchaba, como a su lado, gritándole, apoyándole, exigiéndole mayor velocidad, más concentración.
De seguro llevaba a alguien muy pegado a él ya que ni bajo el agua dejaba de escuchar su nombre y el aliento que desde el graderío le propinaban sus compañeros.
Apretó el ritmo de las brazadas. Su corazón iba suelto como un leopardo en la sabana africana, tras la presa del día. Nada ni nadie podrían ya detenerlo e impedir que sea suya aquella medalla, la cual engalanaría la vitrina en el recibidor de su casa de campo, junto a la otras medallas y trofeos, los más de su padre, mismos que en poco serían superados por los que él obtendría, si continuaba al paso que iba, pues a su juicio, serían muchas las victorias por alcanzar en lo que le resta de vida, para sus cortos 16 años.
Llegó al extremo de la piscina y giró con precisión milimétrica, cada uno de sus movimientos habían sido repasados hasta el cansancio. Tardes enteras con amigos y amigas habían tenido que ser sacrificadas para lograr su objetivo, y lo hacía bien, nadaba como un delfín, el agua era su medio y ya había cubierto la mitad del recorrido, y a pesar del esfuerzo y la tensión, sabía que mantendría la velocidad y el ritmo de las brazadas hasta llegar a la meta.
La cadencia de respiración se había incrementado, lo sentía, pero no importaba, la adrenalina en su sistema era la mejor aliada.
La situación continuaba igual que antes, cada vez que podía, intentaba distinguir a su lado si venía algún otro competidor. No veía a nadie.
Debía ir por media piscina calculaba, y los gloriosos vítores de triunfo los escuchaba claramente desde el lugar donde se encontraban sus amigos.
Sacar fuerzas de donde, ya casi, no le sobraban, era ahora la tarea. La prueba era corta. Lo sabía. Pero exigente. Por ello requería la máxima potencia de su cuerpo.
Quería llegar primero y lo estaba logrando. Quería imponer un record, dejar a todos a mitad de piscina, llegar solo sin que nadie le pise los talones.
Comenzó a bracear con mayor rapidez.
Era corto el trecho que le distanciaba de la meta, un último esfuerzo, y su deseo se cumpliría.
Estaba tan concentrado en dar esas últimas brazadas, brazadas sucesivas, una tras otra, y a buen ritmo, que no sintió aquella mano que detenía, desde su cabeza, el avance hasta la meta, sino, hasta que se percató que por mucho que braceaba no avanzaba ni un solo milímetro.
Se detuvo. Sacó la cabeza del agua. Lentamente los pies toparon fondo. Se incorporó, y sin entender que estaba haciendo en su carril uno de los competidores, miró en todas las direcciones, sus compañeros lo seguían vitoreando, los que podían claro, el resto reía a carcajadas, en el agua sólo estaban él y ese otro muchacho, que con una amplia sonrisa le dijo
-Amigo, se adelantó a la largada- y cruzándole el brazo por sobre los hombros lo invitó a salir y volver al punto de partida.

Frente a él, el resto de competidores, todos estaban aún en sus puestos, esperándolo, esperando la señal de la largada.

A las sombras del Bolívar



Recostado sobre sus ochenta y tantos años empezó a evocar aquel pasaje de su vida que brotaba a borbotones desde un lugar impreciso de su memoria  y cual si fuera un torrente incontenible, todo lo que consigo acarreaba, al cerrar los ojos, se hacía cada vez más vívido e incluso tangible… lo volvía a vivir.
Como fuente de agua cristalina en medio de un desierto, de la nada, surgían los, hasta ese instante, olvidados recuerdos yacentes en algún archivo oxidado de la memoria, y allí los veía ejecutándose, con tanta nitidez que parecería que fue ayer, cuando todo ocurrió.
Aquellos acontecimientos, hasta hoy relegados al inmanente olvido y que junto a mil recuerdos más dormitaban la agónica resaca de lo que ha sido y jamás volverá a ser, enredada en la telaraña de los intrincados recodos de la escorpiona memoria ahora saltaba a la luz como una pantera, como una fiera que por largo tiempo se mantuvo al acecho, entre las sombras de un tupido follaje, esperando alerta, el instante en que puedan clavar sus largos y filosos colmillos hasta el alma de su predilecta presa, con tanta precisión que nada podía, al parecer, evitar la arrolladora fuerza de este embate.
Frente a la potencia de estas repentinas apariciones, no tenía otra elección que rendirse, entregar el cuerpo laxo que yacía en la cama de un hospital cualquiera, donde los médicos y enfermeras luchaban por alargarle la vida hasta más no poder, hasta el límite último de sus fuerzas.
Gran cantidad de tubos entraban y salían de su cuerpo cual si fueran raíces parásitas sobre un árbol centenario, todas estas canalizaciones lo mantenían a salvo de cualquier cataclismo que pudiese descuajarlo súbitamente y conducirlo a su final descanso en al suelo.
A esta hora se sentía ya tan lejano de todo. Perdido entre sus recuerdos y el presente no se inmutaba con la delgada línea de luz que perezosa se colaba desde el amplio ventanal cubierto por una delgada cortina, verde monótono, estampada con una que otra figura que debían ser hojas o peces, cómo saberlo, si apenas le alcanzaban los ojos para contemplar lo que estaba volviendo a vivir.

David, como siempre, fue quien tuvo la brillante idea que todos aplaudimos por fabulosa e insuperable, en especial José “Pepito”, quien siempre fue, algo así, como su mano derecha, su confidente y hasta hermano en travesuras.
Tras ir con su novia de turno al cine le asaltó aquella idea. De la nada le cayó encima como un relámpago en la espesa noche de sus cejas, y como siempre, una vez asida por las luces de su intelecto maquiavélico sabía de sobra que no estaría tranquilo hasta no ver cumplida a cabalidad la portentosa maquinación, poblada de tramas y tramoyas, que había  fabulado por completo, de “pi a pa” en un segundo, y que el destino le había impuesto como su nueva meta.
Quien podría suponer que a David se le alumbraría la testa a la hora del romance mientras confundía sus manos con los pechos de su amor juvenil en uno de aquellos cines que para hoy, a duras penas se ven en postales viejas, en crónicas de historia antigua, o si al caso, usurpados de su realidad destinados a rituales de algún culto, transformados en altares, olvidando por completo a los miles de amantes que albergó y a los fantasmas de celuloide que, función tras función, les arrebataban suspiros, gritos, aullidos y hasta lagrimones que rodaban sin vergüenza en la oscuridad de aquellos lugares de culto, refugio, fuga y cándidas caricias.

En Concepción, por casi una eternidad, o toda una vida que es lo mismo, existió una única sala de cine, templo que fue la puerta abierta al mundo, a las pasiones prohibidas y los sueños, pero especialmente, fue el espacio predilecto donde supimos esconder, de las lenguas de todos, aquellos amores púberes que a ratos nos congestionaron la existencia y nos aflojaban las lágrimas, los huesos y hasta nos desatornillaban el alma e iban llenado de a poco, con buena letra o con garabatos, las hojas en blanco de la bitácora de la vida de cada uno de nosotros.
En aquella época el cine era un universo de ensueño repleto de titanes hercúleos y divas bellas que a todos nos conmovían los agujeros del espíritu apenas empolvado de vida, sueños y esperanzas, aquel fue el tiempo donde todo era posible, y no hacerlo era una afrenta al ingenio individual y colectivo, aquel fue el periodo de nuestras vidas donde se pusieron a prueba las más finas hechuras de cada uno y la resistencia de un mundo donde siempre hacía sol y olía a tierra fresca, donde no importaba el clima, donde siempre era primavera y los brazos de los padres alcanzaban para todos y siempre estaban presentes.

No había mucho que hacer en los cortos veranos de las vacaciones del colegio, a no ser las rutinarias actividades de casa, soportar a las madres con sus griteríos, las lecturas, los “arregla el cuarto”, “báñate”, el hacer eso o lo otro, el ayudar a los padres con lo uno o lo otro, ir de compras al mercado y claro, entre orden y orden darle un poco de calor a los juegos, al fútbol, o de preferencia a salir en jauría a matar el tiempo, eso sí que a todos nos encantaba, en especial cuando realizábamos algún desarreglo sin pretender daños a nadie, sin malicia, solo por molestar y pasar bien un rato, para así poder reír a manos llenas, agarrándonos las panzas para evitar que reviente de tanta carcajada fuera de su cauce.
Reír siempre ha sido fantástico, en especial con la boca abierta, a no dar más, corriendo el riesgo de zafarse las mandíbulas de la simple y total alegría que se hace lágrimas en los rabillos de los ojos de todos. Reíamos hasta decir basta del dolor en el abdomen y así, a pesar de todo, continuábamos riendo hasta la demencia y un poco más allá, tal vez, siempre era posible, gracias al placer de haber pasado un buen rato junto a quienes tanto se ha querido.
De aquella época, una de tantas maldades fue la que jugamos al Gordo Peña, el mejor panadero, jugador de naipes, borrachín, mentiroso y embaucador que jamás conocería Concepción, pueblos, anejos y caseríos a la redonda; una tarde de tantas en un verano cualquiera.
Tres sábados consecutivos lo seguimos en turnos previamente designados al cine para comprobar, si era cierto, lo que contaban los enamorados del amor, refugiados al oscuro, de aquella sala confidente de sus besos; que a la función de la tarde el Gordo iba a como diera lugar, y siempre se sentaba en el mismo sitio, cual si lo hubiese tenido reservado, quién sabe, si ya hasta por costumbre o por que allí solamente podía caber su descomunal trasero de batea.
Los tres sábados que lo esperamos llegó puntual a la cita, y como lo habían anunciado aquellos enamorados cinéfilos de entonces, el Gordo llegó, como siempre solo, con su mofle a cuestas, cual tambor de feria, y fue, tras saludar a don Celso, el de la taquilla, directo al baño, a refrescarse y limpiarse el eterno sudor que le poblaba la cara, y de seguro, de allí saltaría a su reservado espacio en el que, por lo regular permanecía aislado de todos durante el tiempo que duraba la proyección, ya que para llenar aquella sala de cine, se tenía que meter al pueblo entero, incluyendo al odioso cura que siempre andaba castrando las mejores escenas que solo él y don Celso podían ver antes de la premier de cualquier película.
Cuando todo estuvo listo y planificado lo echamos a la suerte y salimos premiados, Gerardo, el cuico Ricardo, David, que como capitán araña del grupo no podía faltar, y yo. La tarea era simple, ir el siguiente sábado a la matiné y desatornillar todas las tuercas a la fila donde el gordo se sentaba rutinariamente en su centro y listo.
El siguiente sábado llegó sin ninguna prisa, la vieja me encargó al “Negro” Carlitos, mi hermanito menor, pues ella y papá se irían de viaje a visitar a unos amigos a un pueblo cercano, así que, con todo y el encargo que no dejaba de molestar a cada rato, con “cómprame eso”, “quiero eso” o “dame aquello”, el trabajo en tinieblas fue cumplido a satisfacción, y claro, me costó un buen par de turrones convencer al “Negro” que no dijese nada en casa, ni a nadie obviamente, de lo que habíamos hecho en el cine aquella tarde.
A pesar de que ya nos sabíamos de memoria la trama de la película que habíamos visto hasta el cansancio en las turnadas guardias para vigilar al “Gordo”, o para hacerle el trabajito a su asiento. A la funcuión acudimos todos puntuales y desentendidos del mundo que nos rodeaba.
Desde la taquilla vimos venir al “Gordo” con su pasito lento, su pantalón azul y su camisa blanca de uniforme diario. Nos saludó. Lo saludamos… y nos mordimos los labios para no reventar en carcajadas por un episodio de pronóstico asegurado, en especial, cuando veíamos a aquel armatoste que, por su propia boca, se aproximaba a morder un delicioso anzuelo que habíamos cebado y que simplemente esperaba a que él se comportase a la altura de las exigencias.
Entramos a la carrera, casi atropellando a los pocos que se interponían en nuestro camino, para así ganar un buen lugar y ver el espectáculo que se anunciaba en grandes carteles. De esa manera fue como aseguramos, para la gallada, una fila completa, una tras la acostumbradamente reservada al “Gordo”. Nos acomodamos en la impaciencia de los segundos, mientras llegaba mansamente, con su siempre agitado y sudoroso paso de tortuga, el mejor panadero, jugador de naipes, borrachín, mentiroso y embaucador que nuestro mohoso pueblo jamás conoció.
No fue muy larga la eterna espera, hasta que por fin el “Gordo” apareció en el interior de la sala de proyección tras su habitual visita al baño.
Con pasito apretado, lento y pesado, como solo él, mastodonte antediluviano se empecinaba en continuar caminando sobre este mundo. Larga fue la contemplación de su transcurrir sobre la alfombra roja que yacía entre los asientos forrados de un falso cuero azul, lo vimos aproximarse, desplazarse, nadar, flotar, hasta llegar y detenerse frente a aquella silla que su enorme culo conocía de memoria, ese majestuoso culo y todo el peso que implicaba lentamente iniciarían el descenso que daría inicio a la mejor obra que se pudiese presentarse en Concepción, ese, para nosotros, majestuoso día.
Con el corazón en vilo lo vimos, parado frente al asiento de siempre, su asiento, y darnos confiado la espalda, descender lento el andamio completo de sus carnes, y en eso, que nos apagan las luces y se escucha el enorme estruendo de la fila entera que cae, como un relámpago en la noche, y que retumba en las cuatro paredes, sumado todo esto al quejido del “Gordo” al chocar contra el piso, y enseguida las más solemnes y rebuscadas puteadas contra todos, padres, hijos y espíritus santos, mandando a la mierda incluso a la santa madre que lo había parido; y nosotros sin poder más de la risa, al igual que los pocos pelagatos y enamorados presentes en aquel circo de una sola pista.

Por sobre los tubos por donde entraban o salían líquidos vitales. Las sábanas blancas. El insoportable olor a limpio de aquel lugar. Las tímidas líneas de sol madrugador que burlaban los largos faldones de la verde cortina se derramaban sobre la cama y mostraban la geografía de su cuerpo protegido del frío. Sus ojos se perdían en los montes y valles de la cobija mientras en su rostro se esbozaba una sonrisita cómplice con los recuerdos que ya no podían hacerle daño.
Pero aquellos recuerdos diáfanos que se le seguían escapando sin ton ni son, se le iban incontenibles como el agua entre las manos, no los podía controlar, e incluso, de vez en cuando, y se materializaban en lagrimones tibios que rodaban por las arrugadas patas de gallo, que los años le habían regalado, hasta dar con la blanca almohada donde descansaba su cabeza de ralos cabellos canos.

Fue durante el verano en que murió el abuelo de Pablito y que a todos nos puso en jaque la maldita jugada que el destino deparó a aquel viejo lobo de mar y sus cinco compañeros de faena, tras lo que a Pablito no le quedó otra que aprender a ser dos veces huérfano y a hacerse hombre serio a destiempo.
Aquel verano, con una maleta prestada, donde apenas cabían sus ilusiones, Pablito se largó para siempre del pueblo, en uno de aquellos autobuses azules que venían una o dos veces por semana, mientras nosotros seguíamos armando líos, picando pleitos y aprendiendo a liar nuestros primeros grandes sueños entre cigarrillos y alcohol en las noches de frío y nevada, que eran, en las que su ausencia pegaba más duro, especialmente en los estériles acantilados frente al mar.
Pablito era como el hermano menor de todos, se fue sin decir nada a nadie, y no supimos de él, sino, hasta varios años después, cuando en una de tantas vueltas que dan los caminos, nos encontramos cara a cara, y a duras penas nos pudimos reconocer y hablar en un café de la gran ciudad, en una esquina lejana a todo lo que nos vio crecer y nos nombraba.
David había ido a escondidas de todos al cine con su novia, la Verito, para evitar el papelón de soportar las burlas que le hubiésemos montado. Al terminar la película, entre las lágrimas de su amada, y las lagrimas de las amadas de tantos allí dados la cita, estaba calculando ya una nueva proeza que se le había ocurrido así, de repente, sin más, mientras veía aquel largometraje que hace unas semanas había causado sensación, según la prensa que escasamente llegaba los viernes en uno de aquellos colectivos azules.
Un domingo, tras el partido de fútbol, en la cancha del colegio, ahogados aún por el esfuerzo, nos contó su idea. Para variar, nos alucinó la genialidad de la misma y fue así que pusimos manos a la obra de manera inmediata.
Tendríamos que ir temprano a ver aquella película que habían estrenado hace no más de tres días donde don Celso para ganar los mejores asientos y así no perderse un segundo de aquella historia, que el celuloide ponía a nuestra completa disposición, así que para poder hacerlo bien teníamos que iniciar los preparativos de inmediato.
Todo lo que teníamos que hacer era esperar a que cayera la tarde e ir a los acantilados por una gaviota y san se acabó.
Tras misa de cinco, y soportar estoicamente la letanía del cura Manuel y su extranjera lengua que arrastraba más eres que un coche destartalado y que siempre anunciaba los cataclismos que traería en sus bolsillos don Sata a los hombres y a los pueblos que no se apeguen fielmente a la doctrina estipulada en el Santo Libro, organizamos la riesgosa expedición hacia los acantilados, esta vez fuimos todos sin excepción, para así cubrirnos las espaldas de cualquier imprevisto que pudiese acaecernos.
El acantilado quedaba, como hasta hoy, a algo más que dos kilómetros del pueblo, claro en ese entonces despoblado de las lujosas mansiones que lo han privado del encanto agreste que antes lo hacían único en el mundo.
El camino lo hacíamos a lomo de bicicletas, por lo cual el trayecto lo cubrimos en menos de quince minutos, al llegar, cada quien se dirigió a los lugares previamente dispuestos, tras acordar que, cuarto para las ocho, como tarde, todos nos reuniríamos nuevamente en el lugar donde abandonamos las bicicletas dispuestos a hacer lo mejor que se pueda para que la operación, casi militarmente pensada, salga de acuerdo a lo planificado.
A pesar de que Guillermo era un as para atrapar cualquier bicho, bien sea vivo o muerto, y que gracias a su habilidad, solo él nos hubiese bastado para culminar con éxito la empresa, decidimos formar dos grupos y nos lanzamos a la cacería sin muchas discusiones ya que el tiempo apretaba y los vientos anunciaban frío para la noche, y como se había acordado, todos debíamos estar presentes a las nueve en “El Bolívar”, hora de la última proyección.
El mar chocaba con toda su fuerza empujado por el viento norte contra las murallas imbatibles del alto despeñadero en aquella temporada, el sol bajaba apresurado entre sus naranjas rayos a dormir en su cuna oceánica, a esa hora eran escasas las aves que volaban sobre las olas, la mayoría debía ya estar esperando la noche guarecidas al abrigo de sus nidos, lo que facilitaría nuestro trabajo, al menos eso pensamos.
Por algunas rutas de pescadores bajamos hasta las playas escasas y no vimos, por ningún lado, una sola gaviota. Transcurrida casi una hora desde que dejamos olvidadas las bicicletas en lo alto de los farallones y perdíamos la raquítica luz que ese astro enfermo de sueño nos brindaba más allá de las olas, teníamos que regresar ya, lo sabíamos, pues en tinieblas la tarea sería en verdad cuesta arriba al ascender por las paredes del acantilado, escuchando únicamente el repetido canto de mar como una inconclusa melodía y sin saber dónde poner un pie, por lo oscura que se pone esa boca de lobos, cuando el sol se ha ocultado.
Habíamos recorrido medio camino de regreso, cuando Roque, el mejor puñete que tuvo alguna vez Concepción, vio, por suerte o casualidad, entre unas pequeñas cavernas, salir las plumas blancas de un pajarraco, la tarea no era nada fácil, pero debía hacerse.
Como a diez metros sobre nuestras cabezas en una pared vertical y tan lisa como una regla de dibujo estaba nuestro objetivo. No bien Roque señaló su hallazgo, Guillermo inició la escalada, sin importarle que a sus espaldas el mar batiese el mundo con olas de espanto que reventaban sobre unas enormes piedras negras, las que a mí siempre me han quitado el sueño, y que de llegar a caernos, podrían tragarnos a todos en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie pudiese hacer nada para evitarlo.
Roque con el saquillo donde depositarían el pajarraco ese, si lo atrapaban, inició su ascenso tras Guillermo. En un abrir y cerrar de ojos, el par había conquistado al menos la mitad del recorrido sin ninguna dificultad, hasta que Roque resbaló a causa de una piedra que cedió a su peso, a todos los bajo él, simples espectadores, nos dio el susto de nuestras vidas, el alma se nos alojó entre las suelas de los zapatos y los calcetines, pero como nada se estabilizó de inmediato aferrándose de quien sabe qué, esa mole era invencible y a pesar de haberse lastimado las manos, los codos y las rodillas, como luego lo comprobamos, siguió su escalada como si nada pasara, hasta culminar, asombrado de ver a Guillermo como capturaba e inmediatamente devolvía la gaviota a su nido.
Guillermo siempre fue un romántico enfermizo, cuando atrapó al bicho que chillaba como un condenado a muerte y se dio cuenta que estaba empollando un par de delicados huevos, en lugar de traérnoslo, dejó todo como lo había encontrado y descendió entre los graznidos del pájaro aquel que se lanzó al vacío con sus extensas alas abiertas como un planeador, mientras, de seguro, debía decir unas palabrotas muy gruesas, en una lengua de la cual no entendíamos ni jota, solo agudos graznidos que lentamente se confundían con el rugir de la mar bajo nosotros.
Roque lo puteó, lo mandó a la mierda y un poco más lejos, gritaba más fuerte que el pajarraco que revoloteaba por los alrededores. Sin decir nada, Guillermo, bajó a nuestro lado y nos contó lo que había descubierto y el porqué de su accionar. Claro, a Roque, que le dolían las magulladuras, esas razones le importaban menos que un carajo. Sin importar nada, sin mediar más palabras quería a toda costa fajarse a golpes con el romántico que había indultado al ave sin consultar a nadie. Roque temblaba, en sus ojos se acumulaba la furia del universo. Él se lo tomó muy a pecho, en especial por su forma de pensar siempre apegada a la lógica de la conquista veloz sin importarle nada ni nadie, gracias a la que Guillermo constantemente se sentía ofendido en especial cuando le tocaba el amor propio y su fe a prueba de todo, menos de Roque, por mala del diablo, ambos siempre se llevaban la contraria, una extraña relación de amor odio, que daba por lo regular buenos resultados.
Pero para ser honestos, aquella acción de Guillermo a ninguno nos cayó en gracia ya que a fin de cuentas todos sabíamos que luego de la misión que el animalejo ese tenía que cumplir lo íbamos a dejar en libertad y regresaría a su nido, cual si no hubiese pasado nada.
Entre la incomprensión de todos, el cabreo de Roque y el silencio de Guillermo, llegamos al punto de encuentro acordado, allí nos admiró ver que David, Ricardo, Antonio y Luis Miguel, cada uno tenía una gaviota en sus manos, pero lo que más nos dolió, fue constatar que a diferencia nuestra, ninguno traía la ropa mojada o sucia, parecía que hubiesen ido a una despensa y allí lo hubiesen pedido, pagado y traído para restregárnoslas en las narices que ya empezaban a sentir el frío de esa noche.
Gerardo, quien fue con ellos se había adelantado para comprar las taquillas de todos, así que, sin perder más tiempo del perdido ya en la cacería, allí mismo escogimos al afortunado pajarraco que vendría con nosotros.
Optamos por el que se nos antojó más bello, blanco y bullicioso de todos, al resto los liberamos y regresamos sin más tardanzas al pueblo. En un santiamén estuvimos bañados, cambiados, perfumados y esperando reunirnos a las puertas del Bolívar para refugiarnos en sus sombras.
Solo faltaban Gerardo, Antonio y la gaviota por llegar, como siempre ese par llegarían tarde a todo, incluso a sus funerales.
Mientras nos desesperábamos en la espera, apareció el Gordo Peña con su delicado cuerpo de morsa y nos tendió la mano ya sin odios ni resentimientos por la mala pasada que le jugamos un par de veranos atrás y que, a costilla suya, dio mucho que hablar y reír al pueblo entero durante un largo tiempo, aun cuando eso a casi todos nos costó una inolvidable reprimenda y la prohibición de salir de las respectivas casas durante largas semanas.
El Gordo andaba de paso, no le gustaba el cine los domingos. Este es un día de guardar. Decía, allí, parado a nuestro lado, sudoroso y agitado, con su papada de elefante antediluviano. Nos acompañó hasta que llegaron el trío esperado y no bien llegaron, se perdió y se dejó ir por las calles empedradas y bañadas por la luz oxidada y mortecina de los faroles, enrumbando sus pasos hacia quién sabe dónde.
Pepito, que llevó el abrigo más grande que logró sustraerle a su abuelo fue el encargado de transportar al ave al vientre oscuro del Bolívar y que así nadie se diese cuenta de nada.
Para que no chille y nos delate antes de hora, en su casa Gerardo, que fue el encargado de cuidar del ave mientras todos fuimos a engalanarnos para la ocasión, le había envuelto en el pico una goma elástica, teniendo el cuidado necesario para dejarla respirar tranquila, pero sin posibilidad alguna de armar el barullo que metió, los escasos minutos en que fue transportada desde los acantilados hasta el pueblo.
A pesar de que ya habíamos visto la película la mañana del día anterior, no podíamos dejar de sentir las ganas urgentes de volver a la gloria de aquella historia de crímenes, amor y suspenso que nos tenía en vértigo constante.
Quién sabe si era una de las tantas de Hitchcock que, hoy por hoy, casi ya a nadie le quita el sueño, pero eso sí, recuerdo que Bárbara Bel no podía estar más bella esa noche.
A una orden de David, cuando la pantalla pintó un cielo azul enorme con un mar extenso, Pepito liberó al pajarraco tras quitarle el improvisado bozal del pico.
Un agudo graznido cruzó como una veloz sombra la luz que se proyectaba hacia la pantalla, y fue a dar a ese cielo de fantasía en repetidos intentos por liberarse del asecho de las risas y gritos que empezaron a llenar la platea del Bolívar.
En uno de tantos intentos de fuga rasgó la tela enorme de la pantalla, mientras don Celso, con un palo de escoba trataba de pegar al entrometido bicho que estaba, no solo echando a perder la función de esa noche, sino que ponía en franco riesgo futuras proyecciones.
Entre las risas de todos los que veíamos al pobre viejo corriendo, palo en mano, tras el pajarraco asustado, fuimos testigos de la mala maniobra del bólido alado, gracias a la cual don Celso puso punto final a la persecución.
Del suelo tomó a la agonizante, esbelta y blanca gaviota, y con paso firme, con un fuego clavado en sus ojos, como brasas rojas en la noche más oscura del mundo, se acercó al grupo y me entregó la gaviota sin decir nada, solo señalando para todos, con el dedo tembloroso, la puerta de salida, mientras en mis manos tras los últimos estertores y pataleos, el pajarito llegaban a su fin.

Aquel dolor se emponzoñó en su pecho más fuerte que nunca, la escasa visión que tenía de su entorno se diluía en un oscuro vértice y el constante sonido del electrocardiograma dio paso a un constante miiiiii que se apagaba en su oído a lo lejos, mientras las luces del Bolívar tendían a gris oscuro, más oscuro, y de pronto, como de la nada escuchaba una vez más el mar próximo a los acantilados que lo llamaba con un eco repetido…